«The poisoned rose
That you gave to me
It left me half alive
And half in ecstasy» Elvis Costello.
El molino de las mujeres de piedra (Il mulino delle donne di pietra)
Director: Giorgio Ferroni
Año: 1960
País: Italia/Francia
90 min.
Fotografía: Pier Ludovico Pavoni
Música: Carlo Innocenzi
Guión: Remigio Del Grosso, Giorgio Ferroni, Ugo Liberatore, Giorgio Stegani según el cuento de Pieter van Weigen (¿?) Reparto: Pierre Brice, Scilla Gabel, Wolfgang Preiss, Dany Carrel, Herbert Böhme,Liana Orfei, Marco Guglielmi, Olga Solbelli, Alberto Archetti
El gótico italiano es quizás, el más estimulante, creativo y conceptualmente denso periodo del fantaterror italiano y por desgracia todavía uno de los menos explorados o conocidos por haber quedado oculto bajo el adictivo amarillo chillón que le sucedió.
Giorgio Ferroni aportó al esplendor de los primeros 60 una pieza del calibre estético y la hondura romántico-delirante de esta El molino de las mujeres de piedra e igualmente colaboró en el inesperado y bienvenido comeback del género más de una década después (que momento más propicio para un género que trata de la muerte que filmarlo una vez muerto como ya quedó explicado aquí). Una breve resurrección que trató de infiltrar de “goticismo” la estética setentera imperante (o viceversa), impulsado precisamente por los creadores originales, Bava, Margheriti, Freda …o él mismo, que aportó la reivindicable La noche de los diablos (1972) con Gianni Garko y la desarmante Agostina Belli, una adaptación de La familia Vurdalack de Alexei Tolstoi que ya había servido de base a uno de los capítulos de la excelente pieza “baviana” Las tres caras del miedo en 1962.
En este caso la historia no es estrictamente de ultratumba, como era preceptivo, sino que la bella, una Scilla Gabel que es pura aparición, no está totalmente muerta aunque su encantamiento y la malsana pulsión amorosa que activa no se resientan por ello; sino en algún estadío intermedio entre la vida y la muerte, aquejada de un enfermedad en al sangre que la obliga a constantes transfusiones completas. Una especie de “vampira de la ciencia” que vive un tiempo prestado por otras jóvenes a las que sangra un siniestro médico a su constante servicio al que interpreta un viscoso Herbert Böhme en busca de una cura permanente que nunca llega y que le permite mantener su insana influencia sobre un padre desesperado.

El sentido de locura, de imposible lugar de vigilia cinematográfica que preside la película (y el género por extensión) nace en esta ocasión, y en sus mejores momentos, de la ilusión de lo fantástico. Una recreación doblemente puesta en escena durante su asombroso bloque central, en el que, a un tiempo los personajes y el director ponen en funcionamiento una ficción fantasmagórica y alucinatoria destinada tanto al febril enamorado Pierre Brice (el mítico Winnetou para los romántico westerns sobre Karl May para Rialto que aquí se debate entre lo mundano y lo ultraterreno, entre la comodidad y el arrebato), como a nosotros mismos, explicitando sofisticadamente la propia naturaleza de engaño mágico/irreal del medio.
Poco más se puede añadir sin destriparla por completo (que tampoco es eso), más allá de recontar sus influencias/referencias a Los crimenes del museo de cera (1953) de André De Toth (genial ese carrusel de “mujeres de piedra” que ocultan la culpa en su carcasa) y a la curiosísima producción de Robert Baker y Monty Berman (con todo lo que esto significa en cuanto a gustos tétricos y grandguignolescos) La sangre del vampiro (1958) de Henry Cass bajo guión del imprescindible Jimmy Sangster incorporando ese componente médico/enfermizo ya presente antes en la fundacional I vampiri (1956), una excepcional revisión contemporánea del mito de la Condesa Bathory y la eterna juventud comenzada por Freda y rematada por Bava (nada menos) o los paralelismos tonales y temáticos (la historia de un padre, aquí un espléndido Wolfgang Preiss, degradado hasta el crimen y la demencia por salvar a una hija) con Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju o Gritos en la noche (1961) de Jesús Franco. Y por supuesto maravillarse con la pureza de su estilo, una planificación barroca y arrebatada que transformará el horror en tragedia, con su cromatismo casi táctil (esos simbólicos vestidos
amarillo y rojo que luce la protagonista) o con el partido que Ferroni saca al escenario prácticamente único, ese Molino de sobria apariencia exterior que oculta un infierno interno, metáfora perfecta del tortuoso Dr. Loren Bohlem. Un film bellísimo que merece más de un periodo que merece mucho más.
Muchas Gracias por subir material de este film del que no recordaba su argumento, del que tuve, recuerdo perfectamente, su fotocine – revista, en Ultra Ciencia, de Editormex, México.
Nuevamente gracias.
Al contrario, garcias a ti por comentar. Esa revista valdría hoy su peso en oro ¡menudo documneto!
Es un film maravilloso, hermoso y extraño, enfermizo y arrebtador. Merece mucho la pena rescatarlo.