«La tarde del veintidós de septiembre del año veinte de Shówa Seita, que había muerto como un perro abandonado en la estación de Sannomiya, fue incinerado junto a los cadáveres de otros veinte o treinta niños vagabundos en un templo de Nunobiki y sus huesos fueron depositados en el columbario, los restos de un muerto desconocido.» La tumba de las luciérnagas. Akiyuki Nosaka
Alrededor de Seita y Setsuko todo se va haciendo más pequeño, su paisaje, geográfico y vital, se comprime, angustioso, desde la ciudad de Kobe hasta un agujero en el muro de contención de la orilla de un río; todo lo que les rodea se cierra has convertirse, literalmente, en un agujero en la tierra: en una tumba; todo es, tarde o temprano, una tumba en esta historia.
No extraña dentro de la narrativa, de la ficción, japonesa la aleación de lo terrible y lo lírico, de la serenidad y la convulsión que presenta “La tumba de las luciérnagas”, un film profundamente japonés incluso en sus contradicciones entre la emotividad que surge de forma natural y aquella fruto de la imposición melodramática, de la obligación de emocionarse. “La tumba de las luciérnagas” es una película triste y real, pero esas características no significan nada en relación a la calidad mayor o menos de cualquier obra. En diversos momentos la película subraya hasta el exceso, desde la crueldad casi dickensiana de la tía que acoge a los hermanos, hasta el miserabilismo, reiterativo, de la situación de los mismos cuando Seita decide dejar la casa familiar y enfrentarse al mundo en solitario. Fuerza la lágrima en las evocaciones postmortem de la niña, contrapuestas a la belleza veraniega del final de la guerra recreada con una paleta de ricos azules y verdes que transmiten serenidad –un detalle estético que junto a la atención al detalle ambiental, a los objetos y espacios se conformaría con el tiempo y las películas como una de las características distintivas del sello Ghibli-. También se puede aducir un regodeo en las consecuencias físicas de la miseria y la guerra o el escaso desarrollo, progresivamente lacrimógeno, de la figura de Setsuko que Seita nunca se plantea como carga, sino como deber plenamente asumido. Algo muy diferente a la situación autobiográfica que recrea, según confesión del propio Akiyuki Nosaka.
«Honestamente, la muerte de mi hermana también fue un alivio para mí, una carga que me sacaba de encima. Saber que nadie volvería a despertarme de noche con su llanto, que podría ir de un lado para otro sin tener que cargar con una niña en mi espaldas. Me duele mucho decir esto sobre mi hermana, pero también esos sentimientos eran reales. Por eso, porque todo eso me resulta odioso, es que nunca quise releer mi novela (Grave of the Fireflies, 1967). Es tan hipócrita… […]
Hay muchas cosas que no pude resolverme a escribir. En la historia, el hermano mayor se va volviendo cada vez mejor persona… fue una forma de tratar de compensar todo lo que en la realidad no pude hacer. En ese entonces, siempre me proponía en mi cabeza hacer actos de generosidad, pero no podía. Siempre pensaba «no voy a comer para darle alimento a mi hermanita», pero cuando finalmente tenía la comida en la mano… estaba hambriento y comía. No hay delicia comparable a la de comer, en esos momentos. Y el dolor que venía después, era igual de enorme. No creo que existiera una persona más desesperada que yo…»
Él es Seita sobreviviente, aunque dulcificó muchos aspectos para moldear el cuento original, más seco, lacónico y despojado que la película, ya que su egoísmo por vivir, algo que consiguió, estaba por encima del deber de proteger a su hermana o su madre. Es decir Seita es una versión heróica de Nosaka, una donde el “giri”, la obligación, todavía pesa más que en “ninjo”, el deseo propio. De cualquier modo esa pulsión -cultural, histórica, psicológica- conduce, irremediablemente, a la muerte. No cabe otra conclusión que no sea el pesimismo, es así.
Resulta ejemplar de esta entrega del protagonista, y al tiempo de lo mejor que cinematográficamente ofrece “La tumba de las luciérnagas”, la concisa puesta en escena y el tratamiento del color del descubrimiento de la madre, mortalmente herida, desecha en realidad, de los hermanos: la pequeña Setsuko llorando y preguntando porque no puede ver a su madre, aunque en realidad lo sabe perfectamente y su hermano comenzando a dar vueltas en una barra gimnástica que se encuentra en el patio del colegio que sirve de improvisado hospital de campaña con la intención de ofrecerle a su hermana una distracción absurda en mitad de la tragedia – personal y colectiva, concreta y simbólica-, demostrando que desde ese momento será capaz de todo, de cualquier humillación para protegerla.
Seita ejemplifica el estoicismo y el combate íntimo entre la individualidad y su (auto) represión presente en la cultura japonesa. Ambos son hijos de un oficial de la marina, es decir de una familia respetable y los aspectos más crudos del relato inciden en el brutal despojamiento de esta condición honorable. Seita robará –incluso aprovechando el toque de sirena de los bombardeos-, se apartará de la familia, se volverá egoísta… se deshonrará en definitiva en múltiples formas solo para intentar garantizar la supervivencia de su hermana, entregándose a ella al extremo de perder su propia dignidad. La guerra iguala a todas la clases, su capacidad de destrucción es transversal nos parecen decir Akiyuki Nosaka e Isao Takahata, ambos nacido en la década de 1930, ambos hijos de la guerra, los bombardeos, el hambre y la ocupación. Hijos de la humillación individual y colectiva, en definitiva.
Ya el terrible inicio del film nos ha mostrado todo esfuerzo será inútil. «21 de septiembre de 1945: ese fue el día en que morí» son las primeras palabra se Seita. Los narradores son dos fantasmas, un par de presencias que son ecos del horror distinguidos por la textura rojiza, espectral, con la cual son representados gráficamente. Takahata los recupera al final, tras la cremación de Setsuke, reunidos en una panorámica sobre el Kobe contemporáneo, vuelto a erigirse sobre las ruinas morales y físicas que se esparce como un montón de luciérnagas, ese motivo recurrente que remite de manera directa a la fragilidad de la existencia y a lo efímero de la misma y de las mejores cosas que puede ofrecer: la calma, la belleza…
Pero a la vez las luciérnagas forman parte de esa colección de insectos –moscas, hormigas, larvas…- en los cuales la película se detiene para testimoniar de forma minuciosa la intendencia de la muerte; el proceso de descomposición de la carne es un metáfora brutal de la descomposición de un país bajo la guerra y sus derivaciones. De nuevo la dualidad. (seguir)
Estupendo post! Muy interesante la “confesión” del director sobre sus verdaderos sentimientos, que aunque le resulten vergonzantes son muy humanos.
Muchas gracias. Creo además que es un tipo de honestidad humana, impúdica, que a la película con toda su tragedia le falta.