Las máquinas vendrán por ti: Terminator. Año I

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  1.  MAD (Mutual Assured Destruction)

Hoy todo aquel miedo, toda aquella paranoia la vemos atravesada de ironía pop y distancia. Pero a mediados de los 80 el miedo, el verdadero pánico al apocalipsis nuclear, a la muerte instantánea primero y agónica después, al invierno nuclear, era una realidad. El equilibrio de fuerzas en el pináculo de la guerra fría se sustentaba en la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada; estremecedor. Los misiles norteamericanos apuntaban a la unión soviética, las cabezas atómicas soviéticas a los Estados Unidos; un mal día, una tensión de más, un botón apretado y todos borrados de la faz del universo, de los patrones de la historia; cero, nada, el olvido.

Y aquello asustaba, acojonaba, pero al igual que había sucedido con el trauma de la bomba atómica, sublimado en la década de los 60 en superhéroes y mutantes, hijos del átomo, el apocalipsis por venir ofrecía un territorio pop fascinante, un lugar para nuevas mitologías y revisiones de multitud de conceptos del western, del thriller, del bélico y de la ciencia-ficción igualados bajo un neo-pulp de sensibilidad ochentas. Allí lo mismo cabía la fantasía anarcofascista definitiva de Amanecer Rojo (Red Dawn, John Millius, 1984), que la mixtura de géneros de Terminator, la alegoría de Watchmen (Alan Moore/Dave Gibbons, 1986), donde Nixon, que era Reagan por otros medios, se mantenía en la presidencia y la mutua destrucción asegurada se encarnaba en un dios-hombre, el Dr. Manhattan, o el macarrismo de Slash Maraud (Doug Moench, Paul Gulacy, 1987), un carpenteriano relato de resistentes humanos en un futuro conquistado por los alienígenas.

Si durante la década pesimista de los 70 la atmósfera de la guerra fría había somatizado en toda una escuela de la ciencia-ficción pesimista -, desde pioneras como El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968), Contaminación (No Blade of Grass, Cornel Wilde, 1970) y El último hombre vivo (The Omega Man, Boris Sagal), inspirada en el Soy Leyenda de Richard Matheson hasta Callejón mortal (Damnation Alley, Jack Smight, 1977) o Quinteto (Robert Altman, 1979) pasando por la magistral Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1974), pasando por, Nueva York, año 2012 (The Ultimate Warrior, Robert Clouse, 1975), 2024: Apocalipsis nuclear (A Boy and His Dog, L.Q. Jones, 1975), basada en un relato de Harlan Ellison, La carrera de la muerte del año 2000 (Death Race 2000, Paul Bartel, 1975), otra adaptación, ahora sobre un original de Ib Melchior- en  los ochenta se vertebraría de una nueva manera, influenciada por el cómic, la cultura trash y la sensibilidad pop desde la cual afrontar la fantasía nihilista de holocausto nuclear y el aftermath; una que disparó George Miller en su saga sobre “Mad” Max Rockatansky –Mad Max, salvajes de autopista (1979), Mad Max 2: el guerrero de la carretera (1981) y Mad Max 3: Más allá de la Cúpula del trueno (1986)- y continuaron Walter Hill en su personal traslación de la Anábasis de Jenofonte a un Nueva York ultraestilizado y nocturno de Los amos de la noche (The Warriors, 1979) y John Carpenter en su apoteosis del antihéroe neopulp, 1997: Rescate en Nueva York (Escape From New York, 1981). Un tríptico que dio el (pen)último aliento al semicomatoso mundo del eurocine, lanzado a fabricar variaciones cutrelux, en múltiples combinaciones, de estos tebeos en imagen real.

En 1983 la administración Reagan invertía más de tres mil millones de dólares en un avanzado programa conocido como Iniciativa de defensa estratégica, la Guerra de las Galaxias como se conoció popularmente a este proyecto, se basaba en la creación de un programa de defensa integral, un escudo defensivo capacitado para contrarrestar cualquier ataque soviético de forma inmediata y autónoma. Una loca idea de ciencia ficción, una Skynet de la edad de revanchismo ideológico. James Cameron solo tuvo que leer la prensa y enfebrecer un poco su imaginación alimentada con literatura sci-fi y capítulos de Outer Limits, como la historia y adaptación de Soldiers of Tomorrow de Harlan Ellison, a quien sucintamente el film reconoce en un agradecimiento tras un amargo asunto de plagio que, en realidad, no superaba el reciclaje posmoderno.

Terminator canalizaba el mundo real, los miedos cotidianos, la paranoia íntima de los norteamericanos en una ficción alegórica pero no angustiosa. De alguna manera los exorcizaba por intermediación de lo pulp, les quitaba gravedad e inmediatez y los transmutaba en algo divertido, emocionante, pop. Terminator eran los noticiarios y los periódicos metidos en unas cubiertas llamativas, con tipografía chillona y dibujos de robots humanoides, chicas aguerridas y héroes que parecían tipos corrientes en líos descomunales. Mejor eso que pensar en un ola de muerte provocada desde un despacho, después de todo en el futuro de Terminator los humanos son los buenos y las máquinas las malas; todo es así más sencillo, más claro.

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2.      Sci-Fi Thrill!!!

Imagináoslo así: en lugar del logo estilo ochentas, brillante y estilizado sobre un fondo negro, de la Orión aparece el de la Eagle-Lion o incluso el de la RKO de mediados de los 40 o primeros 50. Cambiamos a Linda Hamilton, actriz aspirante, por, por ejemplo una joven Janet Leigh o una de aquellas starlettes olvidadas como Marsha Hunt o Nancy Olson. Alguien cree que ha visto algo, alguien cree que sabe algo y está en peligro de muerte. Para protegerla pensar en un William Holden joven o, un poco más duro, un Dennis O’Keefe, incluso Steve Cochran, perfecto como héroe ambivalente. Y tras ellos un tipo implacable, petreo: Charles McGraw, incluso un John Ireland.

Tenemos la paranoia, la ciudad, la noche, la fuga, la atmósfera opresiva y claustrofóbica en encuadres que se cierran cada vez más sobre los perseguidos. La película empezaría (empieza) con planos general, con espacio, con el contexto, la geografía donde se va a desarrollar representada visual y espacialmente; y está irá estrechándose, como el cerco del implacable perseguidor hasta terminar en una localización claustrofóbica, angustiosa -los túneles de una estación, un edificio abandonado, o una fábrica que en este caso adquiere una dimensión simbólica al significar por igual la construcción de la máquina, el Terminator, y su destrucción-, en un plano tan cerrado que ya solo caben dos personajes dentro, cara a cara, tocándose, convergiendo en una imagen cuando el resto del metraje se mantuvieron separados, estableciéndose así la sensación de persecución, de distancia que se achica.

Si a Terminator le quitamos la pátina de ciencia-ficción esto es lo que nos queda: un thriller de bajo presupuesto, un noir urbano, tenso y directo. Sus maneras son coetáneas a las del otro estupendo tecnothriller como Runaway (Michael Crichton, 1984) y  anteceden las de otra joya del periodo como Hidden: Lo oculto (Hidden, Jack Sholder, 1987), otra aclimatación del noir paranoico de posguerra a los años 80 cambiando agentes comunistas por entes alienígenas invasivos. Ambas traen el pasado al presente con naturalidad, como John Carpenter en La Cosa (The Thing, 1982) también, aunque de modo más venéreo, denso y perverso., y como Ridley Scott en Blade Runner (id, 1982), de manera absolutamente evidente, incluso frontal y rebuscada.


Cameron toma ese molde, que corresponde al afán de los 80 por revisar y estilizar los géneros del pasado, y lo identifica perfectamente a través de unas sensibilidades compartidas: la paranoia, la noche, la ciudad. La ciudad de Terminator es tan estilizada y fantástica como las de Walter Hill. Unos nocturnos románticos de neones y calles húmedas. Pero su acercamiento a la posmodernidad de los géneros tiene más que ver con la honestidad directa de serie b de John Carpenter, menos intelectualizada, que con la eurofilia de Hill.

Incluso en cuanto a términos de producción resulta homologable, ya que Terminator es el producto de una compañía independiente, una réplica de su tiempo de las Minors del Poverty Road del Hollywood del Sistema de Estudios. Una película rápida, a rodar en unas semanas con actores principiantes o incipientes estrellas. Esto es lo que subyace en Terminator, y no me refiero solo a una estructura base de thriller barato, sino a una ética de la serie B, a una economía expresiva que explica los conflictos visualmente, a través de la puesta en escena y el montaje y una manera de hacer que en el cine de Cameron ha permanecido como núcleo de unas ficciones cada vez más y más aparatosas. Una pequeña canica de honestidad recubierta, producción tras producción por un envoltorio más lujoso, más aparente.

En cierto modo Cameron, cineasta autosuficiente o artesano obsesionado con la evolución técnica, es el epítome de la conversión de lo B en los A en la industria norteamericana de mediados de los 80. Los esquemas y los armazones de serie B recubiertos con una monumental inversión que terminará por crear productos híbridos, insensibles, que ni son una cosa ni la otra, desplazando tanto el riesgo creativo asumible de las producciones de bajo presupuesto como el clasicismo acorazado de las de gran presupuesto. Después de casi dos décadas de búsqueda de un nuevo paradigma y consumidas ya las cenizas del Nuevo Hollywood, la industria, El Sistema, encontraba la manera de prevalecer.

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  1. El hombre máquina

En Octubre de 1984 Marvel publicaba el primer número del relanzamiento Machine Man, El Hombre-Máquina como se publicó en España en la legendaria cabecera Extra-Superhéroes, un viejo personaje creado por Jack Kirby en 1977 para su adaptación de 2001: Una odisea en el espacio. Había tenido una serie propia de trayectoria breve en 1978 y luego fue invitado especial aquí y allá pasando lo que quedaba de década sin pena ni gloria. Pero la emergente sensibilidad cyberpunk de los 80, con Blade Runner, Neuromante (William Gibson, 1984)  y Akira (Katsuhiro Otomo, 1982) estrenados o publicados en apenas un par de años entre 1982 y 1984  persuadió a la Marvel de las posibilidades de recuperar al personaje en un contexto futurista-distópico-pesimista.

Pese a que está co-escrito por Tom DeFalco y abocetado en su tres primeros número por Herb Trimpe, la miniserie en cuatro entregas del Hombre Maquina reconectado en el futuro de corporaciones y conspiraciones termina por ser una obra total (literalmente en una cuarta entrega escrita, dibujada, entintada y coloreada) del gran Barry Windsor-Smith. El Hombre Máquina pertenece a la etapa crepuscular e introspectiva del cómic estadounidense de los ochenta  y supone quizás una de la obra maestra olvidada del periodo. Es sólida pero algo derivativa en sus tres primeros números, pero eclosiona en un fulgor de violencia, futurismo barroco y estremecedora polisemia durante su último número, opus magna de Windsor-Smith. El autor cierra las subtramas abiertas y relaciona a todos los personajes mediante una elegante narración en paralelo mientras, en primer plano,  pone en escena el enfrentamiento cruento y metafísico entre el hombre mecanizado —Arno Strak, la contrapartida villanesca de Iron Man en el año 2020 en el cual la acción tiene lugar— y la máquina humanizada —el propio Hombre Máquina— reconstruida desde unas icónicas portadas que evolucionaban desde una amasijo de cable con una máscara humanoide hasta la perfecta síntesis cromada que presidía el número cuatro.

Terminator se estrenaba el mismo año y el mismo mes pero el desarrollo estético-dramático (quizás la metafísica estaba lejos de las intenciones de Cameron, que la dejaría para la secuela de 1991 donde la máquina si se cuestiona su humanidad posible) era el exacto inverso del tebeo de Windsor Smith: el Terminator comenzaba la película como un ejemplar humano ideal, una encarnación hercúlea del hombre y la terminaba convertida en una carcasa metálica, un esqueleto de acero, pistones y cables reducido finalmente a un amasijo informe, pre-tecnológico.

Pero de algún modo, a mitad del viaje, coincidían: el poster, o varios del posters de la película de Cameron mostraba la imagen icónica del rostro del Terminator mitad humano, mitad máquina, descarnado en parte, revelando su naturaleza maquinal interior, su des-humanidad (o su a-humanidad). La portada del tercer número de El Hombre Máquina mostraba un estadío equiparable, con el personaje casi conformado como superhéroe futurista, como hombre del mañana tecnológico; pero su carácter incompleto todavía resultaba inquietante, perturbador, aunque resultaba evidente que como se demostraría en esa batalla épica que culminaba la miniserie aquella máquina, como el angustiado replicante existencialista Roy Batty,  quería ser un hombre.

Lo mismo le sucederá al Terminator original en la secuela, donde el género que gravita de fondo ya no será el noir, sino el western, y donde la relación de James Cameron con la tecnología habrá cambiado por completo hasta evolucionar en una serie de conceptos, muy influenciados por su pasión por el manga y el anime. Cameron hablaría después de Terminator de hibridación y convivencia, de la necesidad de la tecnología para proyectar a la humanidad a una escala incluso evolutiva, toda una serie de ideas de convivencia que vertebran Avatar (como ficción y como producto industrial) y que ya se habían expuesto en Aliens.

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4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. John Space dice:

    «Porque las primeras partes son las mejores», decía mi TV local el año que anunció la emisión de Terminator en el 92. Y es cierto, sigue siendo la mejor de toda la bilog… serie.

    Runaway era algo cutrecillo, por cierto. El Selleck y su bigote caen bien, pero el de KISS debería limitarse a la música.

    1. Siempre he tenido simpatía por Runaway, la verdad. Crichton como director tenía su aquel. Looker, otro tecno-noir que rodó con Albert Finney también merece el rescate.

  2. Estupenda crítica sobre Terminator y de cómo las tecnologías pasan a formar parte de discusión fílmica.

    1. Muy agradecido. A ver que tal sale la secuela.

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