En la escala del 1 al 10 de la felicidad que puede proporcionar el cine “El mundo en sus manos” necesita una ampliación del ranking, un medidor especial. “El mundo en sus manos” es la felicidad hecha película. Su propio título, que es una promesa de maravillas todopoderosas, ya lo anuncia y la carrera de barcos entre Gregory Peck, El hombre de Boston, y Anthony Quinn, El Portugués, decanta esa promesa como si todo el metraje hubiese pasado por un alambique y el resultado de la condensación fuese ese momento justo: la definición de la aventura.
Toda la película puede ejemplificarse en esa carrera a mar abierto, «un emotivo canto a la aventura por sí misma y el hallazgo de un mundo mucho más apasionante que el terrestre», como escribe Javier Coma en su “Diccionario del Cine de Aventuras”, aunque más que al terrestre se refiera al terrenal. La carrera es un brindis al sol de la belleza por la belleza, un momento simultáneamente crepuscular y celebrativo, matafísico y físico, abstracto y concreto de una película situada, de algún modo, en el final de las epopeyas pioneras de los USA, con Alaska como la última frontera en una nación de poderosa cultura fronteriza.
“El mundo en sus manos” adapta una novela homónima escrita en 1946 por Rex Beach y guionizada nada menos que por Borden Chase y Horace McCoy (a los diálogos) en cuya traslación se propone una simplificación romántica y aventuresca de la complicada compra del futuro estado de Alaska por parte del gobierno estadounidense al ruso en 1867 por 100 millones de dólares tomando como punto de partido una fecha anterior, 1850, y fantaseando con la participación en este trasfondo histórico de un grupo de pícaros y aventureros, contrabandistas y cazadores de focas, hombres libres en un mar progresivamente acotado, que financiados por un millonario californiano aceptan el reto de hacer efectiva la compra oponiéndose a los complots de un noble ruso hasta que en mitad de su misión se interpongan motivaciones mucho menos mundanas y mucho más fascinantes, de esas por las cuales merece la pena arriesgarse de verdad: el amor y la aventura.
El hombre de Boston pierde el interés por el objetivo con el cual inició el viaje al verse involucrado con una condesa rusa, hija del gobernador de Alaska, obligada a casarse con el viscoso Semyon, enviado del Zar para mejorar la producción. Esto provocará el descubrimiento de la explotación a la cual están sometidos los habitantes de la península y el expolio que sufren las focas ante lo cual Clark antepondrá una conciencia ética que lo licita como uno de esos grandes héroes americanos: individualista, adusto, insobornable… todo perfectamente traducido por la presencia y la estampa de Gregory Peck, en sí misma una evocación de todo tipo de virtudes viriles y cuyo underplaying se contrapone, prefigurando a Sergio Leone, al overacting expansivo de Quinn. Más incluso, su figura longilínea, sobria, destaca en unos planos llenos de movimiento y gente y en unos decorados barrocos y polícromos.
El héroe, en definitiva, terminará por anteponer una conciencia vital a una transacción monetaria, una obligación moral a una contractual. Raoul Walsh exprese a través de este personaje su propia conciencia del mundo, de la manera de estar en el mundo, y el resultado es un canto a la vida, un film lírico y sereno, al tiempo que colorista y abigarrado.
Walsh la dirige incrustada en mitad de un ciclo dedicado a las aventuras marinas que desarrolló a principios de los 50, precedido por “El hidalgo de los mares” (Captain Horatio Hornblower R.N., 1951), una deliciosa adaptación del personaje de Horatio Hornblower creado por C.S. Forester en 1937 y seguido por “El pirata Barbanegra”, un truculento one-man-show de Robert Newton ya comentado aquí mismo, y “Los gavilanes del estrecho” (Sea Devils, 1953) de nuevo escrita por Borden Chase, colorista y romántica, dominada por el erotismo de su dúo estelar, Rock Hudson y la archisensual Yvonne De Carlo. A través de este ciclo Walsh refrendaba su magisterio en todos los géneros viriles, el bélico, el western, el policial y las aventuras, nada extraño si se tiene en cuenta que se trata de uno de los grandes cineastas de la acción y el movimiento del Hollywood del periodo clásico.
“El mundo en sus manos” es la mejor de todas ellas, y también una de las obras maestras de la filmografía de Walsh, que ya es ser; es una de esas obras que ayuda a entender los clásico, la narrativa y la puesta en escena americana invisible de un periodo que a mediados de los 50 comenzaría irremediablemente a decaer. Es un tipo de película construida sobre eso que se llama los intangibles; elementos que solo se sabe de su existencia cuando faltan, inanes por si mismos pero esenciales en el equilibrio, fluidez y magia del conjunto.
Es una obra de autor multipartita, que sintetiza la brillantez técnica de la segunda unidad dirigida por James Curtis Heavens, la habilidad para las caracterizaciones de Chase y sus temas preferentes del hombre conquistando al medio –que Anthony Mann tratará desde la neurosis angustiosa en esas impresionantes batallas de voluntades que son sus westerns con James Stewart escritos por el guionista- y la propia energía narrativa de Walsh, su carácter preferente, y profundamente norteamericano de storyteller.
Pese a que algunos de sus mejores films sean obras de crudo verismo – “Objetivo Birmania” (Objective, Burma!, 1945), “Los violentos años veinte” (The Roaring Twenties, 1939), “Al rojo vivo” (White Heat, 1939)…- en Walsh existe una cualidad del gran narrador, del gran fabulador que acentúa los aspectos excesivos, mitológicos de los personajes y sus acciones –y en esas mismas tres obras maestras está presente con fuerza y calado-, que incide, en definitiva, en el aspecto intrínseco de “relato”, de historia contada, fabulada. “El mundo en sus manos” no es la crónica del intento de compra de Alaska sino la recreación, en un sentido literal, de un hecho a través de los medios multicolores, más grandes que la vida, de la ficción.
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