Dossier Martin Ritt en Cinearchivo
Pat Conroy (Jon Voight) se despierta en su apartamento y se prepara. Se despierta y está en el final de la década de 1960, en América. Mary (Tina Andrews), también se levanta en América esa misma mañana, pero parece hacerlo cien años antes. En una cabaña en el estuario del gran río prepara a su hermano. Sale y comienza a caminar, como si remontase el río y el tiempo. En paralelo, Conroy en un barco lo desciende, el río y el tiempo, al encuentro de Mary, de lo que significa: un adulto blanco, una niña negra/ la burguesía liberal/la clase baja negra.
Américas mirándose frente a frente, Américas que existen la una dentro de la otra. Las dos en el gran río, hacia el final del Sur, que es un punto tanto geográfico como metafísico, moral incluso. La escuela de la isla de Yamacraw en Carolina del Sur es el punto de intersección.
La isla, en realidad no existe; no con ese nombre. Existe como la isla Daufuskie y está en el mismo lugar, en el mismo final de la cosas. Una desembocadura. A Daufuskie llegó más o menos en ese mismo final de los 60 otro Pat Conroy, que no es el mismo es parecido. Había sido otro blanco sureño cerrado de mente, pero su educación en la academia militar de de Carolina del Sur, La ciudadela, lo transformó. En 1972 publicó “The Water is Wide”, sus memorias del año que pasó en Yamacraw/ Daufuskie tal y como lo haría después respecto a sus años en la academia en “The Lords of Discipline” y “My Losing Season”.
Conroy es un clásico personaje de Ritt. Un hombre que se ciñe a su propio código, con claridad moral, y por ello se sitúa fuera de la sociedad a la que debiera pertenecer, des-integrado. Hay en él también la huella del trabajo al guión de Irving Ravetch y Harriet Frank, quien escribieron también para Ritt Hud, Hombre y Norma Rae, todos retratos de outsiders. “Mis ojos son casi tan azules como los de Paul Newman”, dice Jon Voight al presentarse a los niños en un guiño hacia un actor a quien no hubiese extrañado ver en el papel.
Libro y película venían a contestar lo mismo: el pasado es ahora. La mentalidad de plantación, el racismo sistémico, la negación de la dignidad, el recordatorio constante de ser menos…todo está a un paseo de ti. Ambos intentan, también, ofrecer una misma solución: la educación a través del amor, el respeto, el sentido de un propósito y la dignidad. La cámara de Ritt, a la altura de los ojos, mirando de frente, sin atajos estilísticos, sin adornos, traduce esa búsqueda de la dignidad y en cierta medida contiene la narrativa del blanco ilustrado que viene a iluminar a al pobre negro pobre; algo que está tanto dentro como fuera de la película, por otro lado, y que muestra los límites de la conciencia liberal USA, de esa corriente izquierdista que con toda propiedad representaba Ritt, cineasta preocupado por estas temáticas raciales e identitarias.
La intención es honesta, aunque sus contornos sean conflictivos. Por ejemplo, la pertenencia de la comunidad isleña a un grupo étnico concreto, los Gullah, con su idioma, su idiosincrasia, etc… que los coloca a parte incluso de la población negra nunca es presentado. Algunos de los conflictos, por tanto, no pueden entenderse. Ritt prefiere una exposición directa. Conrack es una historia sencilla, contada de un modo sencillo con recursos sencillos. Y nunca emociona más que cuando se ciñe a esto: a capturar un momento que está pasando ante la cámara. De todas sus secuencias, la escucha de Rimsky-Korsakov, Brahms y Beethoven expresa esto mejor que ninguna: apenas hay diálogo, solo niños que escuchan y una cámara que los mira.
Martin Ritt definía Conrack como una historia de amor entre un joven hombre blanco y un grupo de niños negros. El pudor de la imagen, y a la vez la sinceridad de la misma, explican que esa historia de amor es extensible a Ritt y el material que manejaba. Sucede que Ritt se ciñe demasiado a Conrack y los niños y la comunidad, esa extraña cápsula del tiempo conservada por el aislamiento natural y la inmovilidad del Sistema es esbozada en apenas retazos de pintorescos secundarios. Incluso el paisaje del final del río parece un esbozo, como si el recogimiento del aula fuese de mayor interés.
Hay perplejidad en la relación que allí se establece, también incomprensión y algo de miedo; hay, según a avanzamos, comprensión, simpatía, calidez. Tal vez en un de esas limitaciones, la brutalidad del Sistema está expuesto en igual formato sereno, como lo inevitable; su voluntad de conciliar, y ese pudor, no dejan espacio para la crudeza y cuando lo hace es a costa de escribir un villano como Skeffington, solo redimido por la misma sencillez de estilo y aspecto de su intérprete, Hume Cronyn. Este, el inspector de educación que controla a Conroy, sintetiza en sí mismo todos los males del hombre blanco racista, capitalista y anticuado hasta el punto de la parodia.
Incluso el final, con Conrack abandonando la isla, remontando de nuevo el río del tiempo y la historia, tiene algo de elegíaco, de épica nostálgica en lugar de desnuda y simple derrota. Suena Beethoven mientras los niños se reúnen a despedir a Conrack. Ritt nos dice así que el profesor blanco ha dejado un poso y ha creado un vínculo, pero en off, a la espalda de los niños sigue siendo el siglo XIX. Lo límites de la representación liberal, de nuevo.