Alastair Reid es un director escocés del que no se acuerda nadie. Casi seguro que con razón. Dirigió toneladas de televisión, entre ellas una adaptación del Nostromo de Conrad a finales de los 90 y varias películas. Tres concentradas entre el 68 y el 72 con elementos en apariencia comunes que trabajan sobre el deseo sexual-sublimación de la frustración entre personajes de distintas edades en contextos familiares viciados. Las tres articuladas partir de la colisión entre el melodrama escabroso y el thriller más o menso psicopático, todo ello bien representativo de un momento histórico.
Baby Love, al del 68, frisa con el Nasty, es pobre de solemnidad y tiene como protagonista a la lolitesca y estupenda Linda Hayden intentando seducir tanto al marido como a la esposa del matrimonio que la acoge. La última, del 72, es Something to Hide y es la más desquiciada. Tal vez por tener a dos actores tan entregados al exceso como Peter Finch y Shelley Winters. Sigue teniendo esa estética feísta, macilenta, del cine ingles del periodo, en especial de thriller y repite con Linda Hayden como joven embarazada que conduce a Finch al desquiciamiento absoluto vía paranoia y alienación. Entre ambas, El enterrado nocturno, un guión del novelista Roal Dahl para su esposa, la actriz norteamericana Patricial Neal. En esta ocasión el sexo del extraño cambia, pasando encarnarse en el hermoso Nicholas Clay y el conjunto participa de algún modo de la corriente post-Baby Jane de gótico contemporáneo para estrellas envejecidas. Pero le falta locura, la crispación que dominará Something to Hide por ejemplo, su tortuoso humor negro.
Se asemeja algo también a otra incursión de Bernard Herrmann en el thriller inglés, Nervios rotos, donde también había un psicópata joven, inocente y bello, pero carece de la malicia habitual de los hermanos Boulting. Reid se aplica a la creación de atmósferas (varias) y a la consecución de un clima perturbador, incómodo, pero por el camino se olvida tanto del relato como de los personajes y lo que les sucede. El protagonismo va saltando desde la relación entre Patricia Neal y su madre adoptiva a la de esta y el joven y finalmente al del joven respecto a Patricia Neal. Pero falta el hilo que las conduzca.
Comenzamos en ese espacio gótico, un caserón entre barroco y decadente que habla del desgaste de la vida en común de madre e hija. Todo recuerda un poco al cine decadente de Curtis Harrington y la casa se ve igual que ellas: glorias ajadas. Cuando el joven llega en su moto se introduce la perturbación formal: contrapicados exagerados, imágenes oblicuas, planos de detalle de la máquina. Herrmann pone esa música de la amenaza que fue una de sus especialidades y el envoltorio y la situación quedan creados y definidos.
Sucede que nada sucede hasta casi los cincuenta minutos de los noventa y pocos que dura la película. Se desarrolla un poco a los personajes, pero en dos buenas escenas (la conversación a tres bandas que los presenta entre ellos y una posterior entre Neal y Clay solos en la cocina) esto ya ha quedo definido. La madre ejerce sobre su hija, en virtud tanto de la ceguera como al haberla adoptado ya siendo mayor un continuo chantaje emocional y a su vez la hija concede como parte de una mixtura culpable de agradecimiento y lealtad. A su vez, Neal y Clay se contemplan mutuamente entre lo maternal y lo sexual.
La violencia procede de esto. Clay sublima en otra mujer su deseo por Neal. Es el psicópata sexual, joven y guapo, como el de Nervios rotos, como Albert Finney en Night Must Fall, quien parece el modelo original. La secuencia del ataque a la mujer, en su habitación mientras esta duerme, con Clay casi demoniaco es continuada por la mostración del uso fetichista de la moto, continuación del ritual, confirmando a esta como extensión sexual del protagonista. Poco después, en un flashback nefasto se nos explica el origen patológico (como de giallo chusco) producto de su impotencia: una mujer mayor se ríe de sus pobres prestaciones sexuales. Las correas y la moto, claro, sustituyen a estas.
Pero luego no hay misterio, no hay ya apenas nada. Otro crimen. Patricia Neal que sabe pero no sabe y de allí obtiene el valor de librarse de su madre, adoptando/protegiendo entonces ella al niño-hombre. El tercio final es extrañísimo, culminado en un ambivalente final en la costa escocesa, un escenario abierto, contrario al de la casa pero aislado y recluido por igual. Se niega la resolución al relato y este se disuelve en sí mismo, como una abstracción por defecto.