El rufián melancólico: Pépé le Moko

Pépé le Moko es el criminal romántico por definición, el rufián melancólico, la lírica de la vida al margen sintetizada en un lugar, la Casbah, y un actor convertido en icono: Jean Gabin.
Rudo y viril, Gabin era el guapo-feo de mirada acuosa y afilada, al tiempo un espejismo romántico y una encarnación verista. Un actor moderno, lacónico, destinado a sintetizar todo el fatalismo del polar, el cine negro francés, en las distintas épocas de su vida, acompasadas con la evolución del género. En Pépé le Moko el actor volvía a trabajar con Julien Duvivier después del gran éxito de La bandera, donde interpretaba al desclasado definitivo: un asesino alistado en la legión extranjera. Juntos habían estado en el momento de la fundación del realismo poético, un cine que fundía lo popular y la vanguardia en un reinterpretación desesperada del folletín.
Solo un año después, serpenteando entre las calles de un Argel más soñado que real, más febril, que reconocible, y por ello mismo más auténtico, Gabin y Duvivier trascendían el punto de origen al mezclarlo con la novela pulp de Henri La Barthe de la cual partían, convirtiendo el film en un singular proto-noir, que no tardaría en ser absorbido por Hollywood en una versión fidedigna, pero muy diferente, tanto como lo eran Jean Gabin y Charles Boyer.
Hay una foto de Pépé le Moko que me fascina y que, pienso, resume el sentimiento del film: en ella se reproduce el momento en el cual Pépé y Gaby se encuentran, por medio de Slimane, el astuto policía colonial amigo/enemigo del criminal. En ella, Pépé está sentado entre Gaby y Slimane, más bajo que ambos, y solo tiene ojos para la mujer, absorto de ese cuervo del destino con forma de agente cabileño que se asoma sobre su hombro. A su vez, Slimane contempla a Gaby, el arma de su triunfo, el instrumento de la caída del ladrón con el corazón de oro, demasiado mundano para ser un Rey. Gaby, taladrada por los ojos translúcidos de Pépé, no mira a este, sino a Slimane, como preguntándose cuándo el policía precipitará lo inevitable. Todo su romance es una cuestión de tiempo, por eso debe ser tan intenso que contenga una vida y una muerte

1. Poético realismo negro

En su imprescindible Historia del cine, Román Gubern describe con agudeza el ethos del realismo poético francés, un ciclo que sintetizó un sentimiento que flotaba en el ambiente en ficciones ultrarrománticas, desesperadas y sórdidas, bellas y acariciantes entre brumas vitales, morales y estéticas. Explica Gubern que «El “realismo negro” de anteguerra  es naturalista por su significativa elección de los personajes, arrancados de las capas más bajas del escombro social: desheredados de la fortuna, legionarios, desertores, chulos, mujerzuelas, echadoras de cartas, maleantes, suicidas. Es también naturalista por la topografía que compone sus sórdidos ambientes: muelles, suburbios industriales, tabernas, hoteluchos equívocos, callejuelas brumosas, pareces desconchadas… Poético lo es por su estilización romántica de estos elementos realistas y negro por el implacable fatalismo que domina estos dramas en los que la felicidad aparece como un espejismo inalcanzable, que rezuman una visión sombría y pesimista del hombre, tendiendo un puente entre el gusto populista de los treinta y el desesperado nihilismo existencialista que cristalizará en la posguerra»

Bajo la influencia del kammerspielfilm, del expresionismo alemán y su plástica lúgubre, además de por la literatura de los 20 y 30, las obras realistas de Renoir y el propio zeitgeist sociopolítico y artístico del momento, cineastas como Jean Grémillon, Pierre Chenal, Jacques Fedeyer, Marcel Carné y el propio Julien Duvivier o los guionistas Charles Spaak y Jacques Prévert dieron forma expresiva a un sentimiento que estilizaba la realidad circundante, sus aspectos más sórdidos, oscuros y terribles para convertirla en lirismo.

Los criminales, los perdidos y los desertores, los traidores a todos, parafraseando un novela del escritor italo-ruso Giorgio Scerbanenco, con las facciones duras y los ojos cristalinos de Jean Gabin y mujeres heridas y mortales, afiladas como Michèle Morgan se convertirían en la manifestación física de este sentimiento y esta sensibilidad ético-estética. La bandera (La bandera, Julien Duvivier, 1935), Pension Mimosas (Jacques Feyde, 1935), El Crimen del Sr. Lange (Le Crime de Monsieur Lange, Jean Renoir, 1936), Jenny (Marcel Carné, 1936), Los Bajos Fondos (Les bas-fonds,1936), Hotel del Norte (Hôtel du Nord, Marcel Carné, 1938), El muelle de las brumas (Le Quai des brumes, 1938) … Estas y otras piezas  del retrato de una época contribuyeron a crear todo un movimiento artístico, una vanguardia cinematográfica europea en múltiples sentidos, una que reaparecería una década después en lugares como Portugal, Barrio (1947), rodada en doble versión con España y con guión de Antonio de Lara “Tono” se trataba de una adaptación del Monsieur Hire de George Simenon, autor precedente del estilo, que ya había sido versionada por Julien Duviver un año antes en Panique y que ahora lo era por parte del gran Ladislao Vajda o España; ya país productor al completo de la estupenda La calle sin sol (1948), donde Rafal Gil ponía en escena un libreto de Miguel Mihura que integraba en un costumbrismo nacional el pathos del realismo poético francés.

De nuevo Roman Gubern penetra en las capas más profundas del movimiento al establecer que «este ciclo pesimista que ventiló tantas ruinas humanas puede aparecérsenos hoy como una detección sutil de la atmósfera densa y cargada que precede a la tormenta de la guerra. El naturalismo poético francés, que guarda no pocos puntos de contacto con “las tragedias cotidianas” del naturalismo alemán, es el lenguaje artístico que corresponde a una época de crisis, en un momento de quiebra de valores y desconfianza en la estabilidad social. Y la involuntaria profecía pesimista de sus desgarradoras películas no va a tardar en cumplirse

Hoy, el ahora, otra vez tiempo de tragedias cotidianas, parece el momento para regresar a la emoción sublime, trascendente, del realismo poético y agarrarse, como a la última cosa en el mundo, como al último abrazo, a una imágenes desesperadas que durante unos momentos nos expliquen el mundo en términos de dolorosa pureza sentimental.

2. Roman Policier

A Pépé le Moko, cuyo nombre significa en el slang criminal Pépé el de Toulon, lo crea en 1931  Henri La Barthe, antiguo periodista y detective privado, que a principios de los años 20 había comenzado a publicar Detective, un magazín pulp del periodo. Con el éxito de su revista La Barthe comienza a escribir romans policiers, luego conocidos como novela negra a consecuencia de que ese era el distintivo color de las tapas de la colección de la célebre editorial Gallimar, a finales de los 20 usando el  pseudónimo de Roger d’Ashelbé (de hecho firma en los créditos del film de Duvivier como Detective Ashelbé) y se consagra con dos novelas Les Curieuses Enquêtes de M. Petitvillain, détective y la propia Pépé le Moko, publicada por primera vez en 1931, aunque el verdadero éxito no le llegará hasta la adaptación de 1937 que propiciará un reedición del original y el posterior remake norteamericano, la seductora Argel (John Cromwell, 1938) que llegará a impulsar en 1939 una prórroga de las desventuras del personaje, Pépé le Moko se venge.

La literatura de La Barthe se convierte en un semillero de adaptaciones, trasladándose en muy poco tiempo Le club des aristocrates (Pierre Colombier, 1937), según una novela homónima y Police mondaine (Michel Bernheim y Christian Chamborant, 1937), de acuerdo a una historia corta y, por supuesto, la ya comentada Argel, donde el suave Charles Boyer sustituía al duro Jean Gabin. Diez años después un nuevo remake, ahora titulado Casbah (John Berry, 1948), versión kitsch (y musical) donde el insípido Tony Martin era borrado entre la carnalidad de Yvonne de Carlo y el serpentino carisma de Peter Lorre, coincidía en el tiempo con la adaptación francesa de otra de sus novelas más importantes Dédée d’Anvers (Yves Allegret, 1948), melonoir portuario al servicio de la genial, y bellísima, Simone Signoret.

Pépé le Moko, villano de corazón de oro, hombre de honor, señor de la Casbah, era a principios de los 30 la última encarnación, moderna y adaptada a los tiempos, románticos y exaltados, sórdidos y caóticos, de los antihéroes negros franceses; o europeos, por extensión. Influenciado ya por lo nuevos modos norteamericanos pero personalizado Pépé le Moko se mantiene unido al Rocambole de Ponson du Terrail y al Chéri-Bibi, preso fugado de la Guayana, inventado por Gaston Leroux, incluso al Fantomas, salvando todas, muchas, las distancias de Marcel Allain y Pierre Souvestre.

La diferencia principal, más allá del carácter, viene dada por el formato; le Moko pertenece ya a la novela, al nuevo libro negro, y ya no al folletín, a la historia serializada y por entregas. La Barthe, en muchos aspectos, moderniza un arquetipo, lo enriquece de acuerdo a la sensibilidad y los parámetros industriales de su época, usando con brillantez el entorno colonial de preguerra y logra con ello un nuevo personaje y una nueva geografía eternos; un antihéroe trágico que arrastra las mismas maldiciones que sus predecesores: la derrota, el fatalismo, el estigma del outsider, del desclasado, del forajido.

Esta característica híbrida que le lleva a estar dentro de la corriente del realismo poético francés y al tipo a conectar con la literatura popular y anunciar el polar que emergerá en la década de los 40 con la personalización por parte de Leo Malet del hard-boiled norteamericano en su personaje del detective de la policía y antiguo anarquista Nestor Burma en 120, rue de la Gare, publicada en 1942 y adaptada ya en 1946 en la película  homónima de Jacques Daniel-Norman. El propio rostro de Jean Gabin evoca, desde el presente, el espíritu del polar, cuya modernidad sancionará él mismo, reencarnado en su propio yo casi veinte años después en Touchez pas au grisbi (Jacques Beker, 1954) y continuará en una admirable madurez y vejez dominando las variaciones del género a los largo de los 60 y 70, donde su figura, estoica, se convirtió en definición y condensación del mismo.

Gabin no es retórico, es intenso y concentrado, pero sobrio, roto solo por la furia incontenible, por la violencia inmediata, impremeditada. Rudo y viril hace creíble tanto el conflicto interno, el nihilismo y el existencialismo, como la violencia externa. Parece haber vivido la vida dura de sus personajes y parece, también, capaz de hacer cumplir cualquier amenaza que pronuncia… y a veces ni necesita pronunciarla. Las películas del realismo poético de Gabin son menos lánguidas y literarias de aquellas que cuentan con otros actores masculinos caso de Jean-Pierre Aumont; incluso el trasvase norteamericano que supone Argel, muy similar en cuanto a planificación y estética (medio realista/medio onírica) es radicalmente distinto al ser protagonizado por un físico y unas maneras tan distintas como las de Charles Boyer. Gabin es un actor moderno en los años 30, influyente fuera de las fronteras francesas como lo será, así mismo, el realismo poético que se infiltrará en el Hollywood de la década de los 40, tanto por el desembarco de Renoir, Duvivier o el propio Gabin como por la seducción sobre el noir y el melodrama USA en un enriquecedor intercambio.

Duvivier, que como escribió Noël Simsolo «supo liberar la estética del realismo poético de un pintoresquismo trivial en el que los canallas y las mujeres de la calle se parecen más a los protagonistas de una canción triste  que a seres perseguidos por el destino», estiliza y “populariza” sus ambientes, escenarios y personajes mucho más que sus contemporáneos y con ello resultan más extrañamente reales. Pépé Le Moko es tanto una pieza perteneciente al movimiento artístico del realismo poético de pleno derecho como un proto-polar. Llena de diálogos afilados e irónicos mano a mano con su romanticismo delirante y extremando las características del cine USA de género los personajes aparecen descritos por sus acciones, físico o vestuarios, escueta e icónicamente –la banda de Pépé, en especial, parece sacada de un tebeo, con sus comportamientos maniacos y repetitivos y sus excéntrico aspecto exterior-, en un ejemplo elegante de economía narrativa y, al tiempo, de singular sentido de lo pulp. De hecho no debe despreciarse la posible reunión de Pépé le Moko y Leo Malet en la figura del autor de bande dessinée, Jacques Tardi: adaptador del novelista al cómic y estéticamente influenciado por Duvivier.

3. El espacio mágico

En Pépé le Moko la Casbah no es la Casbah, es “La Casbah”. Quiero decir que no es un lugar prosaico, por más que sea mundano, literal y concreto, realista por simplificar; sino la ensoñación del realismo, su versión alucinada, febril, romántica. La Casbah es un espacio de la mente, de la imaginación y el imaginario popular. Refugio de hombres libres donde reina, parafraseando al escritor simbolista argentino Roberto Alt, un rufián melancólico: Pépé le Moko.

Escribe George Sandoul en su Historia del cine mundial que «Pépé es un vencido de antemano, no por la policía, que lo acosa en su escondrijo de la Casbah, sino por el mismo, por la nostalgia del macadán parisiense, por un amor loco, por la tristeza y el aburrimiento, por las perrerías de la vida, en una palabra, por la fatalidad». Pépé es advertido continuamente de su futuro por el inspector Slimane, némesis y complemento, que lo admira y compadece al tiempo. Slimane tiene la fecha de la caída de Pépé escrita en la pared de su habitación, que todo es cuestión de tiempo, así que no tiene por qué haber entre ellos ninguna animosidad, no hace falta. Pépé dice que Slimane es bienvenido en la Casbah tal y como él mismo y entre ellos se establece una curiosa dinámica de amistad viril que prefigura otras del cine francés criminal de José Giovanni o en especial del Jean-Pierre Melville de Bob le Flambeur, otra obra maestra fatalista que parece un hilo perdido del realismo romántico de los 30 aparecido en mitad de los 50.

Decía que La Casbah no era tanto un espacio real como uno fantaseado, casi mitológico. Esta sensación emana de una tensión de contrarios, entre el exotismo y lo mundano, entre la sordidez y la lujuria vitalista; y solidifica, paradójicamente, a través de una puesta en escena inaprensible, diluida en una niebla no tanto mística como opiácea. El estilizado expresionismo de los interiores, incluida esa Casbah alucinada reconstruida en estudio, a los cuales Duvivier dota de una textura táctil, vívida pero a la vez inaprensible, como el tejido del sueño, se convierte en una topografía espiritual. El intrincado mapa de la Casbah, su serpenteante estructura caótica, su locura metódica, sus calles y puertas que dan a los lugares más insospechados son el paisaje de la mente de Pépé le Moko y también un reflejo de los conflictos y dialécticas entre los personajes que la película plantea.

En un determinado momento, la amante de Pépé le dice, despechada, que en realidad ya lleva dos años preso, que la Casbah es su prisión. Y es cierto, está atrapado, constreñido a un lugar y sus reglas específicas; pero más que eso Pépé está bajo un encantamiento; uno fabricado por él mismo. Dentro de los límites de la Casbah es un ser todopoderoso, una encarnación sublime de la masculinidad, desafiante y libre, erótico e irresistible, despiadado y a la vez tierno: es Pépé le Moko, un nombre que significa algo, mucho.

Pero fuera de ella esa magia desaparece, fuera no es más que un criminal vulgar, un fugado anónimo que debe esconder su distintivo rostro bajo un sombrero y tras un pañuelo. Y si en la Casbah Pépé puede tenerlo todo, menos la verdadera libertad, fuera no puede tener nada y la única libertad que se le concede es la de decidir cuándo morir. Roto el embrujo no queda ni el amor, el recuerdo de la aventura para Gaby, la imposibilidad de cambiar para él, todo reducido a una figura borrosa y un grito inaudible, tapado por el rugido del exterior mientras que en la Casbah si Pépé hablaba, de inmediato se hacía el silencio.

 

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. John Space dice:

    Pues sí, Argel es otra razón por la que Cromwell no merece el olvido a que está relegado; lo mejor, el subtexto que menciona usted, de cómo el criminal está en realidad encarcelado dentro de sus dominios, y cómo todo intento de escapar de esta cárcel sólo le lleva a otra.

    1. Pues sí. Tienen una cualidad casi fantástica tanto esta como la americana, pero la de Duvivier es al tiempo más lírica y más áspera.

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