Wheelman, Jeremy Rush, 2017, EEUU
El modelo de una película de prestigio, Locke, lleva a la frontera del thriller de acción, en una mezcla de exploit videoclubista y serie b que en los 40 hubiese protagonizado un John Payne. El carisma para sostenerla de Frank Grillo no es menor que el de Tom Hardy, pero pierde capacidad de abstracción al desconfiar de las posibilidades de las idas y venidas del coche/punto de vista, introduciendo demasiados elementos externos y cierta aparatosidad de baja intensidad.
Thor: Ragnarok, Taika Waititi, 2017, EEUU
Adaptación de Los Campeones según el molde (narrativo-estético) creado por y para los Guardianes de la Galaxia. Divida entre Asgard, donde no parece suceder demasiado y Hela posa y despacha secundarios, y en Mundo Disco, donde se habla sin parar y se renueva el plantel. Tiene cosas que van desde Flash Gordon a los Monthy Python y Waititi se arregla para colar cierta idiosincrasia Austro-neozelandesa, pero el conjunto parece dirigido por dos equipos distintos, sin correspondencia entre las secuencias de acción y el resto, entre borrones psicodélicos y fugaces cuadros vivientes tomados de otros lugares demasiado cercanos. Está organizada como una serie de televisión, con largas conversaciones de a dos y cortes en momentos álgidos para pasar a un escenario diferente. Carece de secuencialidad, entonces, y parece discontinua sin serlo. Profundiza en la tendencia Marvel a desactivar la emoción y el peligro mediante el humor intempestivo y siendo su estilo plano es preferible, al menos deja respirar a los actores en los espacios, sin cortar constantemente y mover la cámara solo por no dejarla quieta. Eso deja instantes donde uno percibe que no la ha dirigido al completo un robot, como la cara de Hulk superpuesta al cuerpo de Banner, la sombre de Hela anticipándola, mucho más inquietante y efectiva que su vulgar presentación en un prado desangelado, el perfil desenfocado de Loki al fondo de un primer plano de Thor o este compartiendo imagen con su retrato idealizado.
El justiciero (The Hangman), Michael Curtiz, 1959, EEUU
Reunión a destiempo de tres figuras del periodo clásico, Curtiz, Taylor y el guionista Dudley Nichols, en un western moral de bajo presupuesto. El adusto blanco y negro da cierta sensación de gravedad a su historia de un marshall empeñado en detener a un hombre a quien todo un pueblo se empeña en salvar. Una película blanda, envejecida, donde la sencillez de estilo de Curtiz y el aire escéptico del Taylor otoñal no pueden contra un guión que diluye sus intenciones reflexivas sobre la ley y la justicia en el didactismo y la ñoñería. El género se había movido muy lejos de aquí en 1959.
Ride a Crooked Trail, Jesse Hibbs, 1958, EEUU
Producida por la activa Universal, para el no menos activo Audie Murphy, un western optimista y con elementos de humor que propone cierta variación sobre El forajido. Aquí es Walter Matthau quien encarna a una variación del juez Roy Bean, ahora impartiendo excéntrica justicia en una prospera ciudad ribereña, mientras Murphy es en forastero que se esconde bajo una placa que no es suya. Eficiente, con elegantes composiciones en pantalla ancha, su curiosa trama de enredos se complementa con un discurso sobre la posibilidad de cambiar y mejorar.
Drums Across the River, Nathan Juran, 1954, EEUU
Western Universal en la línea de Flecha rota, con un protagonista que supera su amargura en busca de un bien común. La excusa es el intento de explotar una mina en suelo sagrado indio, a lo cual se opone un veterano negociador, Brennan, pese a que la avanzadilla la dirige su hijo, Murphy. Pero todo cambia rápido, porque esto es obra de síntesis y de preeminencia de la acción, física y violenta, con privilegio del cuerpo a cuerpo. Hay cierta sensación de que pasan demasiadas cosas, de atropello en las idas y venidas, de los personajes, pero también una gran energía y planos expresivos así como un discurso, inocente pero válido, sobre como la destrucción del Indio fue un programa capitalista.
The Stolen, Niall Johnson, 2016, GB-NZ
Western deslocalizado, que sitúa su peripecia en una Nueva Zelanda bajo su propia colonización y fiebre del oro, sobre una joven empeñada en recuperar a su hijo secuestrado. Un relato de aprendizaje, endurecimiento y sororidad, donde el mundo protegido de la protagonista es destruido por la confrontación con la violencia, y a su vez salvado al asumir ella su propia violencia. Rodado como un piloto de TV, lo que perfectamente podría ser, pierde interés y se estanca en al parte central y acelera aturulladamente en el final. Mediocre cuando mejor, mal en general, nunca a la altura de su actriz, en especial en la dignidad con la cual aguanta el plano.
The Tribes of Palos Verdes, Brendan y Emmett Malloy, 2017, EEUU
Largos planos de espacios y gente solitaria, planos cortos descuadrados o empujados a los límites de gente atrapada o desubicada, lánguidas canciones, luz suave y ralentizados que deshacen los contornos… Todo el conjunto y además una voz en off melancólica y literaria. Un algo de Las vírgenes suicidas aplicado a un melodrama de descomposición familiar en entorno idílico, exclusivo, que parece escapado de finales de los 50 pese a discutir aspectos del presente –de la drogadicción con receta a la alienación o la frustración por expectativas imposibles. Maniqueísmo –mezquinos y débiles o buenos y fuertes-, tremendismo y exceso de metáforas –el mar, el surf, los incendios…-, con todo sucediendo de modo abrupto, sin mayor desarrollo. La falsedad de lo perfecto, la búsqueda de la individualidad. Temas muy americanos. Bonita, mortecina, de fórmula.
Amor y muerte en Long Island (Love and Death on Long Island), Richard Kwietniowski, 1996, Canadá
Un escritor inglés, ermitaño, comienza a abrirse al mundo y cae obsesionado con un actor juvenil americano de películas de cuarta. Paráfrasis melancólica de Muerte en Venecia, libre de elementos pegajosos o morbosos, que observa la peripecia personal del protagonista desde la ironía, pero también desde la ternura y la comprensión. Muy hábil en la mezcla de representación de la realidad y la recreación de las películas (y su mezcla onírica), así como en el uso de Priestley en una variación no tanto sobre sí mismo como sobre su imagen de ídolo adolescente, a la cual el actor se presta con gran inteligencia y sensibilidad. Reflexiona sobre la fascinación, el deseo y la soledad. Su textura y tono está en un punto intermedio entre el indie USA del periodo y las producciones de la HandMade en los 80. De su director, nunca más se supo.
Río abajo (River Lady), George Sherman, 1948, EEUU
Algo de melodrama, un poco de aventuras y retazos de western, donde los vaqueros y rancheros son cambiados por madereros y los asuntos sentimentales se transforman en feroz rivalidad comercial/capitalista. Concisa al máximo, representa bien el trabajo de Marshall en la Universal, con un excelente trabajo con los interiores, el color o la composición. Protagoniza Rod Cameron, olvidada estrella de western B, pero el interés recae en sus opuestos, Dan Duryea y una fenomenal Yvonne de Carlo, pareja varias veces. El final es soberbio, síntesis de derrota, amargura y resignación expresada en apenas cuatro planos y una puerta.
Comanchería (Hell or High Water), David Mackenzie, EEUU
Las dos mejores escenas de la domina el actor que menos se ha preocupado de dejarse ver actuar. En la conversación con la camarera y en el hermoso epílogo, Chris Pine, con apenas nada entrega un compendio de dignidad y estoicismo de western. El resto es una material algo artificioso, como de tercera mano ya, que trabaja bien los elementos de ese western y del thriller rural. Pienso en el clásico tiroteo en las rocas, visto en tantas películas de vaqueros pero también en El último refugio, a la cual parece remitir. Tiene algunos valores, como el comienzo en plena acción o la psicología presentada en los actos, así como una agradecida presencia del paisaje americano, pero todo es como heredado, con un estructura y unos diálogos de otros; hasta la música de Cave y Ellis lo parece. Le falta además coherencia formal, esa incapacidad de mantener la decisión de hacer algo de un modo y no de tres distintos, y algún simbolismo forzado, como los cowboys retirándose de un horizonte de fuego o todo el asunto de los comanches. Le quita aspereza y concisión. No está mal en todo caso, conserva una honestidad de género que la eleva de lo coyuntural, sin dejar de proponer un comentario válido de eso mismo tanto sobre el presente como sobre el modo en el cual al esperanza ya solo reside fuera de la ley.
Border River, George Sherman, 1954, EEUU
Western de americano en México, subgénero en sí mismo, donde McCrea es un combatiente del Sur intentando comprar armas en una ciudad autoproclamada autónoma junto al Río Grande. El conjunto es al tiempo clásico del periodo y productora, Universal, y singular tanto por su pintoresquismo como por la conciencie de fracaso, de lo efímero de las cosas que lo sobrevuela. Ni la Zona Libre va a durar, ni el esfuerzo de McCrea va a servir para nada. Así, todo el tono aventurero se ve matizado por elementos cínicos y desencantados propios de cine negro y una sutil capa de melancolía.
The Trip to Spain, Michael Winterbottom, 2017, GB
Vuelta de viaje, igual pero distinto, confortable. Aumenta la autoconciencia, la repetición de patrones de manera irónica, y se explora con una seriedad inesperada la soledad y el temor al paso del tiempo y el fracaso. Más centrada en Coogan, acuciado por todo ello, y con un epílogo bastante extraño que separa a los viajeros: uno de vuelta a casa, otro a la deriva. Más intermitentemente divertida, conserva simplicidad y el gusto por ver habla de nada en particular, solo conversar.
Smooth Talk, Joyce Chopra, 1985, EEUU
Una película extraña. Primera de su directora según un relato de Joyce Carol Oates (que no he leído), se desarrolla como un drama de incomprensión familiar, con la apertura al mundo (social, sexual, individual…) de una quinceañera de los suburbios y la minuciosa descripción de ritos adolescentes, para dejar paseo (abrupto) a un intervalo perturbador. Se cambia por completo el estilo entonces, con encuadres elaborados y amenazantes, que reúnen las figuras de Laura Dern y Treat Williams. Este parece la corporeización de un cúmulo de miedos, peligros y deseos, entre la fabricación y la realidad. El efecto sobre el conjunto no está del todo logrado y más que una reevaluación provoca una desconexión, pero, al tiempo, aporta una singularidad pre- Terciopelo azul.
Hell Bent for Leather, George Sherman, 1960, EEUU
Según se acercaba al final del Sistema que lo había acogido, el western de Sherman se hacía más esencial y menos romántico. La textura había cambiado, también el sentimiento. En esta con Murphy o en Last of the Fast Guns con Mahoney hay una conciencia de límite, de haberlo alcanzado. En Hell Bent for Leather el paisaje mineral remite a lo que entonces hacia Boetticher, mientras la historia trabaja sobre dos aspectos familiares tanto a su actor –la confusión de identidades-, como al western del periodo –la mentalidad de masa y la violencia institucional- sustanciado en la pura acción física. El resultado es un relato en scope, donde la amplitud de la imagen resulta agobiante y la estructura se simplifica en una huida y persecución hacia ese mismo paisaje. Era difícil hacer más con menos.
Rogue One, Gareth Edwards, 2016, EEUU
Hazañas bélicas del espacio con un improvisado comando armando una batalla descomunal para robar unos planos secretos. Más allá de la incoherencia de base, el modo de fabricar un suspense artificial en base a la exageración y su total falta de sentido fuera de la explotación comercial de una marca queda, bueno, una película corriente que tira de elementos igual de corrientes (conflictos paternofiliales, exceso de diálogo, obsesiones posmodernas y nostálgicas por rellenar/recuperar el pasado, necesidad de convertir en gris lo que nació para ser en blanco y negro…) dentro de una estructura deshilacha pero suficiente. Hecha al vejo estilo del nuevo Sistema, en decir, con diferentes directores, guionistas, etc…tomando las riendas sobre la marcha, carece de la unidad formal/estructural/tonal de sus equivalentes en el viejo Sistema. Así, planos de recreación minuciosa de sus precedentes conviven con otros que parecen de películas/épocas distintas en un conjunto de formulación televisiva, llena de planos pero sin imágenes memorables que continúa los robos a Miyazaki, en especial Nausicaä, y añade Dune o incluso Watchmen.
Outpost, Steve Barker, 2008, GB
Mezcla de película de comandos y terror, continuadora de cierta tendencia del cine británico de género desde finales de los 90. Aquí con un grupo de mercenarios explorando un bunker nazi en algún punto de la Europa del Este. Los intentos de explicar los fenómenos solo redundan en absurdidades, pero reducida al mínimo por cuestiones de presupuesto, explota los límites espaciales y representativos mediante la ocultación (sombras, claustrofobia, fugacidad, fragmentación…) y se acerca con sencillez al relato de cómic, entre EC y 2000AD.
Detroit Rock City, Adam Rifkin, 1999, EEUU
Desventuras en la gran ciudad de un cuarteto de amigos dispuestos a entrar a un concierto de Kiss que rápidamente se hace insufrible de ver debido a su montaje y constante trasiego de cámara. Recrea un tipo de comedia chusca de los 80, solo que a juego con los tiempos el humor en soez, pero la representación pacata y su sentido de la rebeldía tan superficial como (y en coherencia) el propio grupo que se venera.
Dieciséis velas, (Sixteen Candles), John Hughes, 1984, EEUU
Comedia trascendental para el tratamiento de los adolescentes en el cine americano, que viene a cruzar el cuento de hadas suburbial con la agresividad (grosera y primaria) del humor de la órbita del National Lampoon. Vista hoy choca su brutalidad, su aspereza sexual y misógina, sus masculinidades depredadoras, incluso aquellas retratadas desde la ternura o la idealización, así como la franqueza de su lenguaje y la honestidad de su punto de vista puramente adolescente. En lo formal comienza de modo muy interesante, pero se olvida pronto de sí misma favoreciendo una estructura discontinua, de gags de pésimo gusto que ocultan tanto los diálogos como los detalles de observación.
Cambridge Spies (1-4 BBC) Peter Moffat/Tim Fywell, 2003, GB
Recreación de la célebre historia de los cuatro de Cambridge, un grupo de amigos de la élite socioeconómica convertidos en los más importantes topos del espionaje soviético en Inglaterra. Se desarrolla entre la década de los y los comienzos de la Guerra Fría, es decir entre la ilusión y el desencanto, entre el romanticismo y el oficio. Trabaja sobre elementos de clase, disolución de la identidad y traición/renuncia en pos de un ideal cada vez más difuso, mientras la puesta en escena señala mediante la construcción del plazo su progresivo aislamiento y confusión y a través de elegantes correspondencias su duplicidad. Corta en cuanto a recreación histórica, flojea cuando se aleja de ese núcleo de amigos e Inglaterra y un tanto deshilachada, resulta en cambio muy precisa en la profundización psicológica y compleja en el entramado de espejos y fingimientos personales. Sólida interpretación del grupo, floja de algunos secundarios, en especial los que hacen de americanos, y brillante en el caso de Samuel West como Anthony Blunt, de un minimalismo y estoicismo admirables.