Imagen de las sombras: las películas de Val Lewton


 

«Quizás carecía del temperamento para el negocio del cine, pero tenía el temperamento para hacer películas», dice Martin Scorsese en Val Lewton: The Man in the Shadows, documental de Kent Jones . Lewton siempre tuvo problemas con un Sistema que lo acogía de mala gana. Su salud, psicológica y física, sufrió hasta su muerte en 1951 con solo 46 años, bajo la presión de un ritmo de producción salvaje, donde las películas se ponían en marcha con apenas un par de meses de diferencia y bajo unas cláusulas draconianas. Había sido escritor de novelas pulp durante los 30 y uno de los hombres de confianza de David O. Selznick en la MGM, donde había ejercido de asistente, médico de guiones, editor, director de segunda unidad y diseñador, habiendo estado involucrado en éxitos como Historia de dos ciudades, dirigida por Jack Conway en 1935) o Lo que el viento se llevó.

En 1942 fue fichado para la RKO por Charles Koerner con el fin de dirigir un pequeño departamento de nueva creación, enfocado estrictamente al terror de serie B, un género y modelo de producción que la Universal había hacho viable una década antes tras el estreno del de Tod Browning. El cineasta, puesto que Lewton es un cineasta, disfrutaría de una libertada creativa notable… pero dentro de un espacio asfixiante dentro del cual estaba a obligado a ceñirse al género de horror, a aceptar cualquier título que le endosasen a sus proyectos, a mantener el presupuesto por debajo de los 150.000 dólares y a reducir su salario de 250 dólares semanales. A cambio Lewton reclutaría su propio equipo, con la figura principal del director Jacques Tourneur y los montadores Mark Robson y Robert Wise, luego promocionados a realizadores, los guionistas  DeWitt Bodeen y Ardel Wray, los decoradores Albert S. D’Agostino y Walter E. Keller, los operadores Nicolas Musuraca y Robert DeGrasse o el músico Roy Webb. Junto a ellos, actores recurrentes como la importación francesa Simone Simon primero o Boris Karloff después, Tom Conway, Jean Brooks, Elizabeth Russell, el cantante triniteño Sir Lancelot, Edith Barrett, Alan Napier… y otros tantos secundarios y característicos.

Todo ello favorecería la homogeneidad de las películas, la creación de una imagen de marca. Además podría controlar la totalidad del proceso, escribiendo las versiones de todos los guiones finales, si bien nunca quiso figurar en ninguno, y determinando el tratamiento estético de sus películas. Val Lewton, como sus heroínas y antihéroes prefería las sombras, para explicar en seductoras, enigmáticas, imágenes en neblinoso blanco y negro las complejidades de un hombre convulso y melancólico. Era la clase más singular de autor que se pueda imaginar. Emboscado, el oblicuo. Pero su alma está expuesta en sus películas, su psique y su sensibilidad, analizadas y descarnadas en los fotogramas en perpetua evolución desde la poética elusiva de sus trabajos junto a Tourneur en los primeros 40, al melodrama grotesco junto a Karloff a mediados de la década, cuando el fin de la 2º Guerra Mundial marcó una transición con respecto al gusto/estilo por y del horror.

La autoría de Lewton, indiscutible, no está vertebrada a través de mansos realizadores que se ciñen a una visión demiúrgica, sino que se articula a partir de la personalidad original, fundacional casi, de Jacques Tourneur en el tríptico La mujer pantera, Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo y se desarrolla después mediante las aportaciones/ampliaciones/variaciones experimentadas por Mark Robson y Robert Wise, que trajeron la influencia de Orson Welles y la fusión definitiva con el noir primero y con el melodrama gótico después. Tourneur aportó al universo de Lewton la dialéctica de los contrarios, la zona de contacto entre la sombra y la luz, donde ambas se disuelven la una en la otra. Su encuentro, que fue el de dos creadores mayúsculos, definió la idea de un nuevo horror, opuesto al clasicismo de los monsters de la Universal.

Lewton, como sucede con Roger Corman, tenía talento para el talento. Sabía, además, que necesitaba traductores para su tortuoso universo privado y además era un  hombre de equipo, formado a la sombra de David O. Selznick en el momento álgido del sistema de producción de periodo clásico. La pequeña unidad que la RKO puso a su disposición en 1942, muy restringida en cuanto a presupuesto y recursos, además de adscrita al género de terror, que Lewton concebía como un moderno thriller melodramático espectral y paranoico, onírico y austero. No se trataba solo de encontrar una sensibilidad gemela como la de Tourneur, sino también de tener a su disposición a un sólido grupo de talentos que diese forma al universo Lewton. DeWitt Bodeen, dramaturgo y actor ocasional, fue el primero guionista, solapándose con Ardel Wray hasta las dos últimas películas con Karloff, ya escritas por el propio Lewton bajo diferentes pseudónimos.  Roy Webb se encargó de la mayoría de las bandas sonoras por lo común dominados por un lirismo atmosférico, en coherencia con su tendencia al melonoir, mientras  el denso, intrincado,  simbolismo de los decorados de D’Agostino y  Keller, con el uso de estatuas y reminiscencias herméticas enriquecía el sustrato de las películas. Nicolas Musuraca estableció la impronta estética, importando para el terror el mismo paisaje que dominaba el noir. Como Tourneur, Musuraca fue una figura clave, a través de su luz el terror, lo fantastique no ya solo como género, sino como sentimiento, invadía la contemporaneidad. Robert De Grasse tomó el relevo en El hombre leopardo pero la continuidad estilística no se resintió, en todo caso se profundizó en el goticismo, igual que no lo hizo un poco más tarde cuando Mark Robson fue promocionado a director desde la sala de edición, quizás porque en La séptima víctima, Musuraca estaba tras la luz, o tras la sombra más bien. Las películas de Lewton, como la gran mayoría de las obras del Hollywood del sistema de estudios, son constructos colectivos, donde cada pieza aporta su talento y/u oficio particular a fin de configurar la pieza final. En eso no se diferencia de sus contemporáneas. Lo que las distingue es como ese ensamblaje, como ese puzle, forma la final una imagen precisa que no es otra que la del interior de Val Lewton, el hombre tras la sombras; el hombre en las sombras.

El ciclo Lewton quedó definido a  la primera con La mujer pantera. Jacquesa Tourneur, otro inmigrante que como director procedía de los bordes del Sistema fue el médium de Lewton, su materializador en el mundo real. Con absoluta precisión, con todos los elementos estéticos y tonales desarrollados, La mujer pantera no parece un producto inmediato, de consumo rápido, puesto en pie en apenas unos meses desde su llegada a RKO, sino la culminación de un proceso creativo que no pudiese tener otra forma final que aquella que se ve, y siente, en pantalla.

Lewton era de origen ruso y su propia identidad en conflicto aparecería sublimada en la protagonista de La mujer pantera, una joven inmigrante serbia, escindida entre la modernidad del nuevo mundo y los ecos del viejo. Si en el caso de Simone Simon esto se expresaba mediante una historia terror psicológico sobre una mujer que no se atreve a ser ella misma, en el caso de Lewton aparecía impregnado de una tristeza que, además, somatizaba el sentimiento acuciante de la 2ª Guerra Mundial, un eco que se volverá atronador en la oscura La isla de los muertos, filmada ya en 1945 por Mark Robson y ambientada en una minúscula isla griega durante la Gran Guerra.

En mitad de la fiebre hollywoodiense por el psicoanálisis, aquella obra de arte trascendía el lugar común, hermanaba las estéticas del noir y del horror. Alumbraba, valga la paradoja, un terror contemporáneo penetrante, moderno, significativo, al cual Tourneur otorgaba una pátina acariciante, muy europea en múltiples aspectos y que recuerda incluso al realismo poético francés. La sugerencia era mucho más que un método para ahorrar costes: era una segunda piel del relato; más allá, era el relato mismo, que partiendo de un aspecto realista, se precipitaba en la locura, en lo imposible, en lo mental recreado.

La mujer pantera era un viaje al interior de una mente fracturada, que traducía sus temblores internos en motivos visuales. Los miedos de una joven ante sus pulsiones sexuales por un lado y su sentimiento de otredad, de desplazamiento, por el otro. La sensibilidad combinada de Lewton y Tourneur lo traducía a un lenguaje de sombras, la de terrible ambigüedad, donde la lucha interna por no perder el control es observada por una  cámara sinuosa, vouyerística. Gracias a esa textura singular lograda entre la luz noir de Musuraca y al sentimiento lírico y melancólico de la puesta en escena de Tourneur, basada en un contraste continuo, en una angustiosa dualidad, el film articulaba una poética nueva para el terror y la breve historia de miedo y pena, que era el punto de partida de La mujer pantera, sublimaba en un  indisociable todo  de forma y fondo.

En 1943, Tourneur dirigió prácticamente seguidas Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo. Ambas eran relatos de una realidad que se venía abajo al contacto con los bordes de algo exterior a esa realidad. El terror, lo fantastique, no como género sino como sentimiento, aparecía como una alter-realidad en la obra de Lewton, articulada por una mixtura entre la cotidianeidad, lo imposible y lo reprimido –el terror, el miedo, la violencia, el sexo…- donde lo otro cortocircuita lo uno. Pese a la excelencia de su trabajo posterior junto a Mark Robson y Robert Wise, promocionados dentro de su unidad hasta el puesto de director, fue Tourneur el hombre que dio cuerpo, paradójicamente inaprensible, elusivo, al universo de Lewton estableciendo una segunda tensión, atemperada en Robson y Wise, entre su propio temperamento creativo, personal, y el de Lewton, más dominante en el caso de los otros dos directores. La combinación de opuestos, de sombras y espacios, la musicalidad de la puesta en escena, el sentido de lo misterioso y el vértice de la abstracción del director completaban/complementaban el imaginario tortuoso, lírico y romántico del productor.

Yo anduve con un zombie era como un relato de las hermanas Brontë en el Caribe, algo así es. Rodada apenas un par de meses después de La mujer pantera y en las mismas condiciones de austeridad de aquella, supuso una profundización en el estilo por parte de Tourneur y Lewton, despojándolo hasta dejarlo en su elíptico hueso.De nuevo la protagonista es una joven, pero esta vez, no lleva el misterio en su interior, sino que, como una guía clásica, se adentrará en el mismo, y nosotros con ella, para descubrir una realidad paralela. Yo anduve con un zombie es un relato a flor de piel, hiper-romántico y sensitivo, narrado y puesto en escena en el intervalo justo entre estar despierto y comenzar a dormirse, cuando la cabeza se nos va y la realidad se vuelve líquida. Un traumfilm, una película soñada, y también una cuento romántico, lleno de escenarios familiares como caserones en sombras y mares rompientes que adquieren una dimensión nueva al mezclarse con el sincretismo y folklore afrocaribeño en un denso ambiente triniteño, mecido por el calipso de Sir Lancelot.

El Caribe de la película, donde laten de fondo las tragedias de miles de esclavos, es recreado en imágenes sugerentes, en todos los sentidos, por Tourneur, dentro de un fascinante bailes de espacios y sombras, de cuerpos suspendidos entre realidades que avanzan hacia lugares ignotos. La decadentes mansión es una reminiscencia de un pasado glorioso que se desvanece y las plantaciones de caña de azúcar son los bosques de un mundo diferente,  uno donde en mitad de un cruce de caminos, donde un zombie escapado de una instalación de Alberto Giacometti se ofrecerá como guía al corazón del culto para ofrecer a la heroína la sabiduría de todo lo extraño que existe ahí fuera.

Los protagonistas de sus películas reflejaban los miedos de Lewton, su melancolía y su búsqueda, permanentemente insatisfactoria, de un significado en el misterio, de un orden en el caos. Sus personajes, por lo común inocentes, descubren la densa realidad que les rodea, la existencia de un orbe paralelo, lleno de tenebrosa simbología, críptico y hermético, del cual solo se puede emerger tras haber pasado una gran prueba de maduración. El mundo del otro lado del espejo y los ingenuos detectives improvisados, como en David Lynch. Lewton, durante la primera etapa de su carrera en la RKO, antes de la llegada de Karloff al estudio en 1944, privilegiaba las heroínas, las protagonistas femeninas, como si reconociese en ellas una mayor capacidad perceptiva, una sensibilidad para lo oculto y un valor para penetrarlo, aunque conllevase como en el caso de Irena, la mujer pantera, o de Jacqueline Wilson en la Séptima víctima su autodestrucción.

Realizada a finales de 1943, tras El hombre leopardo, la última colaboración entre Lewton y Tourneur, La séptima víctima recupera, pero con una nota de mayor perversidad, la figura del detective inocente, de la mente racional al contacto con los límites, de Yo anduve con un zombie y de la propia El hombre leopardo y la coloca en el contexto realista del Nueva York contemporáneo, capturado en una iluminación más afiladamente noir, en duro claroscuro, que la de los aterciopelados films de Tourneur.

Lewton promocionaba en ella al montador Mark Robson a la dirección, pero sigue contando con Musuraca para la luz. La película queda definida tanto en ella como en el  la perturbadora presencia de Jean Brooks, sometida a una rediseño total. La ropa angulosa, siempre en negro como su corte de pelo geométricos,su índice en los labios, pidiendo no contar aquello que no se debe contar y sancionando su cualidad de iniciada en la simbología hermética.

La película continúa, pero ampliada, profundizada, la línea pulp de El hombre leopardo, que a su vez había supuesto un leve cambio con respecto a las dos entregas anteriores del ciclo. Nada en el exterior parecía hacerlos cambiaba, e incluso la base, una historia del novelista Cornell Woolrich, permitía profundizar en la síntesis de noir y horror, gemelos al fin y al cabo. La diferencia estribaba en el punto de vista, ahora masculino. De las tres colaboraciones entre Lewton y Tourneur esta es la que más se acerca al un thriller mundano, prescindiendo del componente fantástico de las anteriores, por muy ambivalente que este fuese, a favor de de un asesino fetichista. Esto no hace que se aproxime a formulaciones más estandarizadas, sino que bien al contrario, la sumerge en la atmosfera fantastique más y más, hasta el punto de la abstracción, de lo alucinado.

Como en La mujer pantera el formalismo del film responde a la subjetividad, la percepción de la realidad, de su protagonista -Simone Simon allí, Dennis O’Keefe, estoico antihéroe del noir de los 40, aquí-  pero ahora no es la víctima/verdugo, sino el investigador, como la Frances Dee de Yo anduve con un zombie o Kim Hunter en La séptima víctima que descubrirá las terribles dobleces de esa realidad. Lo componentes habituales de Woolrich, la paranoia y la culpa, aceleran el delirio, que recicla las pulsiones sexuales y homicidas, Eros y Tánatos, en un tercer escenario para el neogoticismo de lewton/Tourneur: la frontera entre México y Estados Unidos, casi como si fuese una línea de demarcación entre lo racional y lo irracional; un territorio de sombra.

La séptima víctima explota esa estructura del desvelamiento de modo más penetrante incluso. Lewton indaga sobre el concepto de la inocencia pervertida, llevando el conflicto a la historia de dos hermanas que representan la pureza y la degradación, aquello que debe ser salvado y aquello que busca redención. Fantasmática y taciturna, de subyugante poder hipnótico, personaliza el estilo/sensibilidad elípticos instaurados por Tourneur a la hora de retratar un universo en contrastado blanco y negro, estético y moral, que a su vez incidir en la existencia de una para-realidad; de un orden reglado y sombrío, que solo pueden conocer los iniciados, o aquellos que se atrevan a mirar más allá de lo obvio, y que lo elementos herméticos. esotéricos y ocultistas potencian.

Aquella película sobre la existencia de un culto satánico en el corazón de la clase alta neoyorkina resultaba trascendente, en el sentido en el cual mostraba que el universo de Lewton era viable fuera del lenguaje específico de Jacques Tourneur. Su unidad de producción se había convertido en un vehículo de autoría colectiva que funcionaba como una extensión de sí mismo. Como Tourneur primero, Mark Robson y Robert Wise iban a convertirse en médiums a través de los cuales Val Lewton iba a comunicar lo que pasaba en el interior de su cabeza una vez esto si hubiese transformado en una ficción asumible, en una fábula de terror destina a afectar al público de formas más profundas de lo que el género había ambicionada nunca antes en Estados Unidos. Las películas de Lewton no eran solo la emoción del terror, una hora de emociones para dejarte pegado a la butaca. Algunas de ellas, como La venganza de la mujer pantera, a duras penas podrían considerarse dentro del género. Aquellos artefactos de bajo presupuesto de la RKO hablaban con claridad a todo aquel que quisiese escuchar su música misteriosa del hombre que estaba detrás de ellas. No eran cine intrascendente, podían ser dañinas y reveladoras porque Lewton no era un hombre fácil, sino una personalidad compleja, de aristas peligrosas que mostraba sus angustias más íntimas sublimadas en fantasías de terror onírico y psicológico.

La segunda película de Robson como director para el universo de Val Lewton  fue, como en el caso de El hombre leopardo para Tourneur, un cambio de perspectiva. El barco fantasma, una adaptación oblicua del libro de Jack London, El lobo de mar,  es el más masculino de los films del productor, hasta el punto de ser obsesivamente masculino: una fábula estremecedora sobre el poder y la locura en un lugar sin escapatoria. El barco en alta mar es un microcosmos oclusivo, un horizonte limitado y repetitivo que induce, como en otras historias de Lewton, a un personaje inocente a conocer la sombras. Esta vez las de la mente de un capitán enajenado, consciente de su propio descenso a la demencia pero incapaz de detenerlo que establecerá un duelo con su joven tercer oficial con el fin de determinar la misma naturaleza humana.

Richard Dix, una gloria del silente y el primer sonoro aporta al personaje, y al universo de Lewton, una gravedad trágica que anticipa su inminente encuentro con Boris Karloff, para quien, visto en retrospectiva, el papel hubiese sido perfecto. La película indica definitivamente el camino de Lewton, su separación de lo fantástico. Como en la mayoría de títulos del ciclo, o como en otros maestros posteriores, caso de los italianos Riccardo Freda y Mario Bava, el terror no proviene de allá, de algo exógeno, exterior, sino del interior malsano de los hombres. El barco fantasma es un duelo psicológico, un mistery, si bien su atmósfera vuelve a ser fantastique, más Hope Hogdson que London. Su carácter circular, infernal,  y elementos excéntricos, como la voz over del marinero mudo encarnado por Skelton Knaggs ejerciendo de narrador desplazado, atestiguan esta cualidad intrínseca, que emanaba tanto de la voluntad de un autor, como del paradigma de producción, que con sus estrecheces empujaba cada película al borde mismo de la abstracción.

Pero lo puramente fantástico va a dejar definitivamente de tener rasgos negativos para asumir los contrarios en la extraña secuela de La mujer pantera. En ella el mundo tras el velo ya no es terrorífico, sino una fuga de la realidad que es lo verdaderamente angustioso. La venganza de la mujer pantera fue uno de los mayores fracasos económicos de Lewton y al mismo tiempo el que quizás sea su gran triunfo personal, la película que con una necesidad más acuciante debía de hacer.  Marcada por todo tipo de dificultades, empezando por la fulminante sustitución del director original, Gunther von Fritsch, por otro colaborador de confianza como Robert Wise, fue una obra maldita de nacimiento.

Lewton pretendía titular el film “Amy and Her Friend”, pero el estudio pensaba otra cosa bien diferente y decidió convertir la historia del mundo privado de un niña solitaria de seis años en una forzada secuela de La mujer pantera. La protagonista se convierte en hija de los protagonistas de la original y su amiga, un hada buena, en una proyección de Irena que, como ella misma pronuncia, proviene de una lugar oscuro y pacífico.La sensibilidad de Lewton, nunca tan autobiográfico ni doliente, pocas veces tan penetrante, y la puesta en escena mágica de Wise construyen una obra absorta de su propio contexto industrial, obviando este material de derribo y prefiriendo lo ecos dickensianos de esa extraña señorita Havisham, que no reconoce a su propia hija pero que la evoca en la figura de la niña protagonista. La venganza de la mujer pantera es un cuento al tiempo tenebroso y luminoso, tal y como es la experiencia infantil de crecer en un mundo, o en unos mundos, donde todo es nuevo, todo da miedo y nada se comprende con precisión. Abunda, además, en la continuidad entre lo real y lo fantástico, una convivencia de espacios que en la percepción de sus heroínas (sobre todo) no conoce jerarquías. Una obra única, de refugio, reverso del cine previo de Lewton desde el momento en el cual las sombras abandonan su carácter ominoso para transformarse en algo acogedor –la sombra de Irena no espeluzna aquí, sino que tranquiliza- y lo fantástico se convierte al final en la realidad definitiva, la preferible.

La muerte en 1944 de Charles Koerner  debilitó la posición de Lewton dentro de la RKO. Con su valedor desaparecido y tras haber encadenado tres fracasos de taquilla que buscaban nuevos caminos para Lewton como productor y creador. La venganza de la mujer pantera, la singular pieza de realismo social Youth Runs Wild dirigida por Robson y que fue uno de los guiones del novelista John Fante, y Mademoiselle Fifi, que realizó Wise y donde Simone Simon llevaba el tipo de heroína lewtoniana a una intriga de época que trazaba un paralelismo entre la situación de la 2ª GM y la guerra franco-prusiana. Lo hacía a partir de dos relatos de Guy de Maupassant, uno de ellos el “Bola de sebo” que había usado John Ford para La diligencia,  y otro el titular “Mademoiselle Fifi”, irónico sobrenombre por el cual se conoce a un sádico oficial prusiano, fue la película. Wise la rodó reciclando escenarios de Esmeralda, la zíngara, rodada por William Dieterle, en el 39, lo que da cierta sensación de holgura presupuestaria pese a ser la producción más barata de Lewton hasta el momento.

La estética anuncia el pictoricismo de los siguientes trabajos de Wise junto a Lewton, pero la película es muy diferente, si bien la percepción negativa del cineasta con respecto a la humanidad permanece en el retrato a través del humor y la observación de caracteres. También, como en su cine anterior, trata sobre una inocente en contacto con las fuerzas corruptoras, papel de nuevo a cargo de Simone Simon como heroína que dentro de sus modestas posibilidades se muestra más valiente y rebelde que aquellos que en verdad podrían tener el poder para levantarse contra el opresor. Fue una película de ruptura para Lewton, quien quizás incapaz ya de soportar el presente y la enorme tristeza que este le causaba, buscará el significado de sus miedo en el pasado.

El margen de libertad con el cual había operado apenas unos años antes se había ido reduciendo. De pronto los guiones debían de ser revisados y aprobados por el estudio y además se iba a producir un cambio estructural cuando se decidiese fichar a una antigua estrella de la Universal, ahora orillada por los nuevos gustos como Boris Karloff. Representaba el tipo de cine de terror contra el cual Lewton había reaccionado originalmente. Creyó que con aquello perdería su unidad, que pasaría a producir a la medida del divo, pero la realidad fue otra: Karloff admiraba a Lewton y si había firmado por la RKO, había sido por la promesa de colaborar con él. Pensaba que los guiones del cineasta, su particular sensibilidad, le permitirían dar su mejor medida como actor y salir de los lugares comunes y trillados. Se convirtió en un cómplice valioso, que cambió el rumbo de la poética de Lewton con su influjo, pero no para peor, sino en direcciones inexploradas. El actor otorgó una profundidad distinta a sus libretos, una nueva gravedad, un sentido de lo grotesco, del humor negro y un instinto de muerte aún más pronunciado.

Robson y Wise sirvieron para un propósito, al igual que Tourneur sirvió para otro. El segundo codificó y estableció un modelo nuevo. Los otros dos no se limitaron a recoger esto, lo llevaron hacia caminos y espacios distintos, en especial desde la entra en escena de esa otra personalidad formidable, autoral a su manera, de Boris Karloff. Estas nuevas características visuales y narrativas propiciaron una mutación en el cine de Letwon, una segunda época. Con Karloff, las películas parecían más literarias, con una gran elaboración en los diálogos en guiones ya asumidos plenamente por Lewton el caso de El ladrón de cadáveres y Bedlam. Tal vez invitaba a ello el hecho de que todas eran recreaciones de época,  y lo mismo sucedía con su barroquismo visual, con un gusto pictórico en encuadres que remiten a grabados o ilustraciones de prensa antiguas, privilegiando composición sobre movimiento. La atmósfera como lenguaje sensorial se abandona progresivamente, en favor de una mayor importancia en la dramaturgia de personajes e historia y un discurso sobre roles/estructuras de poder (de clase, sexuales) a lo largo de lo que podríamos llamar el “ciclo Karloff”. El cine de las atmósferas intangibles de los primeros 40, que desemboca en la película-sueño que es La venganza de la mujer pantera, llega al final de la abstracción y se reinicia en nuevas formas estéticas y dialécticas. Lo intangible, se cambiaba por lo tangible, la poesía, dejaba paso a la prosa. Lo esotérico, a lo truculento.

Karloff fue el punto de giro en un momento de cierta confusión, donde Lewton planteaba piezas fuera del terror o directamente excéntricas de casi cualquier producción de su tiempo. De manera notoria el centro del cine de Lewton se desplazó desde el miedo a lo desconocido y del horror a disolverse en uno mismo, a lo que se lleva dentro, a un punto de vista externo que diagnosticaba ya sin duda y con desoladora lucidez que el terror éramos nosotros, que el mal era el hombre. El rostro de Karloff, su inconmensurable talento como actor ayudó a la transición. Karloff arrastraba con él una imagen conformada en la mente colectiva del público, que sabe, o sabía, lo que esperar de él en pantalla; y más cuando como sucedía en El ladrón de cadáveres volvía a reunirse con Bela Lugosi. Pero de pronto lo que ese público se encontraba era que Lugosi era una presencia silenciosa, un característico, y Karloff comandaba una oscura historia de crueldad humana, retorcido humor y personajes negativos al completo donde Robert Wise llevaba a un contexto de época un tipo de iluminación y puesta en escena entre Welles y el noir de posguerra, donde los rastros de belleza eran extirpados con una negrura y un pesimismo inusitados en la obra previa de Lewton.

Tanto Robson como Wise habían sido montadores para algunas películas de Orson Welles, y ambos habían integrado el estilo de este. Robson pocas veces después alcanzó las cotas de su filmografía con Lewton. Wise se convirtió en un pilar de la industria en el periodo postclásico y se llevó a futuros trabajos el tipo de atmósfera que había practicado para Lewton en el espectral western Sangre en la luna, producido también dentro de la RKO o aclimatado a un nueva época en The Hunting, una adaptación de 1963, crispada y ultraestilizada, de una novela de Shirley Jackson donde Wise aplicaba la máxima de mantener lo sobrenatural en off, como un espacio ominoso que rodea y se filtra al cuerpo de la imágenes, rarificadas al contacto con esta alter-realidad.

Cualquier prevención que Val Lewton pudiera tener con respecto al desembarco de unavieja gloria como Boris Karloff dentro de su pequeña unidad quedó despejada en su primera colaboración, El ladrón de cadáveres. En cierto modo sucedió como con La mujer pantera: a la primera, ya todo estaba allí. El ladrón de cadáveres es un film de renovación y ruptura, de nacimiento de una segunda naturaleza para la sección de terror barato de la RKO. La exploración fantasmagórica de la contemporaneidad, la colisión esotérica y terrible entre lo cotidiano y lo imposible, dejó paso a una sensibilidad en apariencia más clásica, decimonónica. Era como si el sfumato se hubiese cambiado por un entintado denso: la niebla dejaba paso a la negrura maciza.

Partiendo de un relato de Stevenson que a su vez referencia las infames hazañas de los resurreccionistas Burke y Hare en el Edimburgo de la década de 1820, el film es un penny dreadful espantoso y cruel, de brutal sentido del humor y la violencia que escenifica la relación simbiótica, enfermiza, entre un sórdido suministrador de cuerpos (Karloff) y el médico a quien este surte (el gran característico Henry Daniell), dos caras de la misma maldad. La densa puesta en escena de Wise, que tiene su corolario en esa obra maestra en sí misma la muerte de la joven ciega que canta por las calles, resuelta en un ominoso off que demuestra aquello que T.S. Eliot escribía en Los hombres huecos de que el mundo no terminará con una explosión, sino con un quejido, traduce a la perfección la nueva piel de Lewton para esta vieja ceremonia del mal. En ella no somos capaces de distinguir quién es peor: el villano honesto, ese Karloff, consciente de su condición de escoria humana, o el villano hipócrita, un Daniell que esconde su abyección bajo una cortina de motivos altruistas pero que siempre prefiere mirar hacia otro lado, siempre.

La isla de los muertos no es tan precisa, tan exacta. Su relato alegórico de los males de la guerra la descentra. Casi puede leerse como una contraimagen de Mademoiselle Fifi, un regreso de Lewton a los desastres de la guerra que se opone al patriotismo de aquella, a su ingenuidad de propaganda del esfuerzo bélico. Esta vez hay poco espacio para el honor y los sentimientos inflamados. Quizá porque la cercanía de la muerte emite un hedor tan penetrante que cualquier romanticismo queda aniquilado. La guerra es sublimada por Lewton en un cuento de vampiros; de vivos que se saben datados y de muertos que regresan, una y otra vez. El vampirismo es una pestilencia, una enfermedad fantástica producto de esa otra enfermedad, moral, que es la guerra. Karloff, de nuevo, introduce con su talento y presencia, nuevas notas y acordes en la sinfonía del mal, la tristeza y el horror del Val Lewton. Si en El Ladrón de cadáveres antes, y en Bedlam después, el actor convoca una ironía especial, tétrica, aquí incorpora una gravedad tenebrosa, una profundidad de sentimientos que ningún otro actor que manejase el cineasta había sido capaz de producir nunca.La película acepta ciertas reminiscencias de la atmósfera de duermevela de Yo anduve con un zombie, una cierta cualidad de trance, un goticismo particular, pero las lleva en una nueva dirección, menos febril y más abisal, reflejando la cada vez más profunda melancolía de su autor, consciente de algún modo de que su tiempo en el cine se agotaba, de que su sensibilidad iba pronto a colisionar contra la realidad prosaica de la cual pretendía huir. Lewton estaba tan condenado como sus personajes aquí, su pequeño espacio en la RKO, reminiscente de esta isla de ficción en las postrimerías de la Gran Guerra iba a ser disuelta también al finalizar la 2ª Guerra Mundial. Bedlam es el corolario de la segunda y última época en RKO. La estilización ha dejado paso a una cruel concreción, a una minuciosa reproducción del pasado que partía de la inspiración en la seria de pinturas narrativa de William Hogarth  llamadas A Rake’s Progress, que contaban el proceso de degradación de un heredero, que llega a Londres para gozar de su fortuna y terminará con arruinado y con sus huesos en el siniestro Bethlem Hospital, el manicomio popularmente conocido como Bedlam donde los ricos y socialités pagaban por entrar a mirar a los dementes, desgraciados y enfermos, los desechos de la sociedad.

 

Como a Edgar Neville respecto a las carnavaladas de José Solana para su contemporánea Domingo de Carnaval, a Lewton no le interesa el hilo narrativo, únicamente el sentimiento que los cuadros producen y su particular plasticidad. Sirviéndose ahora de Mark Robson, y volviendo a reunir para una última vez al equipo original –Webb a la música y Musuraca a la formidable, y ahora muy distinta, luz- Lewton alcanza de nuevo otro punto de no retorno. Bedlam es un grabado en movimiento, un momento de la historia universal de la infamia capturado en un vívido barroquismo. De igual modo su texto será más importante y afilado que nunca, más incluso que en El ladrón de cadáveres. Literario y visual por igual, Bedlam completa el camino hacia la reclusión que es todo el cine de Val Lewton, cada vez más claustrofóbico, oclusivo, lúgubre. También es transparente con respecto a lo fantástico, borrado finalmente de la ecuación. No vale escudarse en ello, todo lo oculto, todo el mal, se encuentra en un sitio perfectamente reconocible: nosotros.

Lewton se apaga a mediados de los 40, consumido por igual por los cambios orgánicos en el sistema de estudios y por su propio pesimismo. Su salud está ya muy quebrantada y el fin de la guerra marca el del interés de los estudios y el público por el tipo de terror. Con la esperanza siempre frustrada de instalarse como productor independiente recala primero en Paramount –el melodrama My Own True Love, dirigido por Compton Bennett en 1949 un tanto en la estela de Los mejores años de nuestra vida, el ya clásico de Wyler-, luego en la MGM –la comedia para Deborah Kerr Please Believe Me que dirige Norman Taurog- y finalmente en Universal, donde al menos puede cumplir su aspiración de trabajar en color. En Apache Drums puede volver a percibirse la atmósfera de sus trabajos en RKO. Es un western extraño, abstracto, donde la textura del color empuja hacia lo alucinado, que se va cerrando sobre sí mismo al igual que cae la noche sobre los colonos refugiados en una misión del asedio indio.  Lo dirigió el argentino Hugo Fregonese, y en él puede sentirse la angustia del propio Lewton, tan palpable como lo había sido en sus obras con Tourneur.

En 1951 moría. Tenía tan solo cuarenta y seis años. La industria lo habían consumido y las películas solo habían podido salvarle durante un rato. Moría tras haber comenzado a trabajar junto a Stanley Kramer en su soñada empresa independiente donde desarrollaría sus propios materiales. Uno de sus muchos proyectos frustrados de los últimos 40 y primeros 50 fue Una mujer en la playa que había desarrollado para Jean Renoir. Lleno de problemas de producción, el resultado final muestra, en sus fascinantes retazos elípticos de melodrama enfermizo y febril, el tipo de cine trascendente disfrazado en el cual Lewton se las había arreglado no ya para contrabandear su personalidad, sino para alcanzar desde los límites de lo B un lenguaje propio, un modo singular, imperecedero, de hacer y sentir.

 

Un versión en dos parte de este texto fue publicada en las ediciones en DVD de El cine de Val Lewton.

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