Hace un par de años, Anna Boden y Ryan Fleck estrenaron Mississippi Grind, una de esas películas americanas (en un sentido más allá de la nacionalidad) modestas que siguen trabajando sobre temas propios de los 70. Lo hacen a partir de personajes y no tanto de una trama. Personajes a la deriva, a la besuquead de sí mismos y de alguna respuesta inefable, que se les escapa, que no son capaces de articular. Es un discurso casi diría que establecido por Bob Rafelson en Mi vida es mi vida y continuado con similar todo deshilachado proe otros como Hal Ashby, Martin Scorsese en Alicia ya no vive aquí o, claro Robert Altman.
Mississippi Grind era, básicamente, un remake de California Split. Hasta su título resultaba una variación. En las dos un buscavidas más o menos profesional introduce en su mundo a un tipo corriente. En una, interpretado por Ben Mendelsohn, es el típico perdedor entrañable, en la otra, George Seagal, un tipo de lo más corriente con una latente adicción al juego. De modo similar los otros protagonistas, Ryan Reynolds y Elliott Gould, funcionan como excusas, tanto para que lo personajes se entreguen a lo que de verdad desean como para observar un submundo, sus paisajes, sus tipologías. En ambos caso, tanto Reynolds como Gould, son en realidad un par de farsantes. Su retórica, su profesionalidad, se va desvelando como pura fachada, están solos y si lo otros necesitan del juego, ellos necesitan de aquellos: la compañía, la amistad.
En ese sentido, el final de California Split, tan poco subrayado como el relato, igual de entristecido e indiferente, ese desolador: Seagal y Gould son tan perdedores que no saben ni cuando ganan. Se van a Reno, dejan un casino limpio y luego no saben que hacer. Uno se da cuenta de que ni ganar ni perder le importan, que en verdad lo que le pasa es que está vacío en lo absoluto. El otro se queda solo, con un dinero que no le importa a nadie, porque él mismo no le importa a nadie.
California Split es una película extraña en la filmografía del momento de Altman, como un intento de desaparecer tras lo éxitos de hacer, a conciencia, algo que está claro que va a fracasar. Lo cierto es que ya en Imágenes había hecho algo así. Algo tan a la contra de lo anterior que hacía imposible encasillarlo o saber que esperar a lo siguiente. Como si escapase de la sombra de MASH o de Los vividores o de El largo adiós. Cierto que Imágenes era todavía más a contrapelo, una película cercana al terror, un relato paranoico rodado en Inglaterra; pero en California Split machacaba la imagen que, en cierto modo, él mismo había creado para Elliott Gould, actor tan idiosincrático como genial. Aquí ya no era aquel Marlowe fuera de tiempo, tan relajado, tan irónico, tan icónico, sino una versión patética de eso mismo, un bufón, una caricatura que intentaba esos estándares y fracasaba de modo lamentable. Vista en retrospectiva, es como si Altman fuera consciente, en el personaje que le da a Gould de que este no tiene futuro más allá de un momento determinado. Y si como pocos actores este representó los 70 en Hollywood, con el final de la década se desvaneció progresivamente.
Entre ellos la cosa se había torcido un tanto antes, cuando Gould rechazó el papel que terminaría haciendo Warren Beatty en Los Vividores y lo cierto es que California Split fue su última película juntos, aunque Gould apareciera haciendo de sí mismo en Nashville. Pero California Split era un proyecto del actor y no del director. La escribió su amigo, el también actor Joseph Walsh, basado en las experiencias de ambos en el circuito del juego. Gould ha contado que, en realidad, le interpretaba a él, mientras Gould hacía de Walsh. Tal vez de ahí derive la constante sensación de improvisado, que tan bien se adecúa a las técnicas de Altman –la superposición de diálogos, las escenas sueltas, a las cuales parecemos llegar una vez han empezado y dejar antes de que terminen, el teleobjetivo para perder o situar a los personajes en la distancia…-, a su predisposición a observar pacientemente lo ordinario y a un modo de hacer jazzístico, sujeto a la fuga, la variación, el abandono del motivo central por una melodía que surge espontáneamente para luego regresar a aquel principal. Esto explica, por ejemplo, que Altman deje a sus protagonistas para centrarse en emotivas escenas íntimas de Ann Prentiss y Gwen Welles o en los discursos de personajes episódicos que, por un momento, captan todo el interés de la cámara. En realidad la película solo parece minimante concentrada la principio y al final, donde el espacio de la sala de juegos sirve de acotación, mientras que toda la parte central es un ir y venir disperso, disparejo.
Cuenta Gould, también, que Spielberg, amigo de Walsh y participante en el guión, era el director inicial, pero prefirió hacer Loca evasión; que también es una fábula sobre los sobrantes de América, sobre la cara fea. En Algún momento Steve McQueen estuvo cerca del personaje que haría Gould, lo cual no deja de ser una ironía, porque en un momento este defina a otro jugador diciendo que se cree el chico de Cincinnati. McQueen hubiese incorporado por él mismo esa ironía, pero el presupuesto menguante del proyecto apartó al actor y entonces el propio Gould se hizo cargo, involucrando con ello a Robert Altman. Con Altman la película se mueve de la descripción minuciosa del mundo del juego, realista y verídica, que Walsh plantea desde un punto de vista autobiográfico, hacia la farsa y de allí, descendiendo, a algo más oscuro y deprimente. Incluso el final, con una milagrosa racha ganadora que no tiene fin, Adrian Danks en A Companion to Robert Altman la identifica como un rasgo spielbergiano, al tiempo que hace notar que la película trascurre en Navidad, que Altman pervierte, vacía hasta dejar la felicidad de esa conclusión en algo átono. En el camino rostros y espacios genuinos, salas de juego horteras y ciudades fantasmagóricas donde los aspectos documentales se encuentran con una estilización de lo sórdido hasta dar en lo podría definirse como comedia triste, como reír sin ganas.