Si los 70 fueron una época de expansión para Robert Altman, los 80 lo fueron de repliegue. La películas amplias, relajadas, inaprensibles dan paso a otras concentradas, tensas, claustrofóbicas. Tal fuera porque tras Un día de boda aquel tipo de cine de meandros, suelto, ya no podía conocer mayor desarrollo que lindar con la autoparodia, como en Salud; tal vez, y esas sería razones más prácticas, por industriales, por mercantiles, todo fue producto del tremendo fracaso de Popeye. Aquello expelió a Altman de la industria, que nunca lo quiso en primer lugar, y lo llevó a replantearse su cine acogiéndose a un modelo de producción estrictamente independiente, filmando en ocasiones sin distribuidor a la vista, en muy pocos días, equipo reducido y economía expresiva.
Así, durante el primer quinquenio de la década de los 80, Altman se reconvierte en adaptador teatral; más que eso: en un cultivador de un cine-teatro tan único, insólito y propio como los frascos de su cine paseante anterior. Por ceñirme solo a las realizadas para salas y no para televisión exclusivamente, adapta a Ed Graczyk en Vuelve a la tienda de baratijas, Jimmy Dean (1982), a David Rabe en la presente Desechos, a Donald Freed y Arnold M. Stoney en Secret Honor y a Sam Shepard en Locos de amor. Todas ellas están marcadas por una serie de elementos clave, como los define Adrian Danks en A Companion to Robert Altman: “la fidelidad al espacio teatral, lealtad y colaboración para con los actores y, finalmente, el trabajo en busca de un lenguaje cinematográfico fluido que al tiempo se adhiriese con rigor a las limitaciones teatrales”.
De todas ellas la más exitosa, en más de un sentido, fue Secret Honor. Era un febril monólogo de Richard Nixon, encarnado en y por el actor Philip Baker Hall, cercano al teatro Verbatim y que llevaba al extremo los elementos de claustrofobia, paranoia y angustia que de uno u otro modo atraviesa este ciclo de su carrera. Secret Honor y Desechos parecen dialogar entre ellas, a través de la reflexión histórica del mismo modo en el cual Vuelve a la tienda de baratijas, Jimmy Dean y Locos de amor lo hacen desde la iconografía del Americana.
En el caso de las dos primeras encapsulan la América del Vietnam y la traición consumada, simbolizada en la figura del Presidente, que en su estado más degradado es la de Richard Nixon y el Watergate. Nixon fue el final de la línea de la guerra del Vietnam, una que, al tiempo que finiquitó, mantuvo activa en un perverso equilibrio de deseo de poder personalista. Desechos se encuentra casi al principio de esa línea, durante la presidencia de Lyndon B. Johnson, quien heredó Vietnam de John F. Kennedy y profundizó tanto en él como en la construcción de un entramado de mentiras concurrentes en muertes tanto metafóricas como reales. La obra de Rabe, parte de una trilogía sobre los reclutas y la guerra, se ambienta en 1965, cuando el servicio todavía no era obligatorio y los remplazos todavía no sabían exactamente a lo que iban o qué se encontrarían allí. Imbricados en ese tema/momento, Rabe y Altman tratan también, a través de las interacciones entre los soldados de muy distinta procedencia, sobre cuestiones raciales, de clase y sexuales, las cuales no funcionan por separado, sino como partes de un todo alimentadas por una cultura de la violencia, la agresión, y la despersonalización.
Funciona, también, como refutación en lo absoluto de una narrativa recurrente del cine bélico, o de la idea de la guerra o el ejército en el cine, como es la de la camaradería, la de los, por citar una gran obra bélica, los hermanos de sangre. Ese vínculo que se crea en la separación de una realidad propia y su sustitución por otra, al tiempo regulada y caótica, es cuestionado desde una violencia penetrante, interpersonal, donde la ternura o la amistad se ven sustituidos por el miedo y el abuso. Un discurso no ya antibelicista, sino antimilitarista y antiestablishment que Altman no se había cansado de formular y que ya había trabajado entro de los límites del bélico desde su trabajo televisivo en la serie Combat o en MASH.
En Desechos, la guerra de Vietnam es un off dramático. Su puesta en escena es innecesaria, en cierto modo, en una realidad, la de finales de los 70 de la obra y más aún la del 83 de la película, donde el público americano había sido inundado con imágenes del horror que habían causado una fractura y violencia social inéditas. En ello pesaba la constancia, certificada, emitida, innegable de que América y sus jóvenes eran los productores de ese horror. Altman y Rabe proyectan la alienación del off de la imagen sobre los cuerpos de esos jóvenes destinados a causarlo; sin saberlo todavía pero ya imaginándoselo. Así, la violencia que van a desempeñar es ya incontenible en el microcosmos de tensiones (de nuevo: sexuales, raciales, de clase) propulsado por esa noción íntima, sin articular, sin formar pero real, de estar destinados a producir y recibir el horror.