Antes de Nashville la idea de un cine coral ya estaba plantada en la obra de Altman. MASH era, en gran medida, una película coral, pero tenía dos protagonistas claros. La historia les seguía a ellos en sus interacciones con un numeroso grupo de pintorescos secundarios. Estaban rodeados, puede decirse, pero había un centro que eran ellos; o Warren Beatty y Julie Christie en Los Vividores, o George Seagal y, de nuevo, Elliott Gould en California Split. Lo que hace en Nashville es, entonces, desplazar ese centro, o borrarlo mejor dicho, a favor de la construcción de una película coral completa y verdadera. No hay ya un protagonista o ni siquiera una línea dramática, sino que todo ello se traslada hacia un momento y un lugar. De igual modo las técnicas de superposición pasan de trabajarse dentro de una escena o de una secuencia a hacerlo sobre la película al completo. La sensación es la de coexistencia, la de simultaneidad, entre diversas viñetas/historias/líneas argumentales.
Nashville es un película de meandros, más que de afluentes, donde para finiquitar una gran secuencia colectiva (o incluso en mitad o dentro de ella), Altman toma a un personaje, aparentemente al azar porque en ese momento se fija o le parece interesante lo que le sucede, y lo sigue hasta que su cauce, su historieta, se agota. En ello sintetiza el documental y la ficción, pero de un modo singular. No es una ficción rodada con métodos documentales, ni un parte y parte como, por ejemplo, el Medium Cool de Haskell Wexler, sino una reordenación de la realidad, una coreografía de la misma; una encapsulación.
Hay un orden en su caos, un control en su improvisación una idea rectora, un oído, una mano, una mirada que ordena, que compone, que orquesta. Es la puesta en escena de la realidad, su simulación farsesca, bordeando siempre la crueldad por aproximación a la realidad concreta. Altman, su ojo, su oido, su mano, es capaz de estar en todos los sitios a la vez y mirar todo lo que ocurre; y ello puede escoger lo que enseña. Se mantiene siempre ha distancia, observando silencioso desde el teleobjetivo, sin ir más allá del plano medio y prefiriendo por lo general el de conjunto. Es descriptivo respecto a los espacios y gélido respecto de los cuerpos, capaz de sostener el patetismo de una actuación errática o de un humillante striptease.
Sátira política y social post-Nixon, Nashville es el laboratorio americano de Atlman. Hay en ella un discurso sobre la comercialización y la vulgarización de la idea mítica de América a través de su simbología y su música. Un sentimiento honesto travestido. El folk, el blues, el góspel, el country…van a dar a una ciudad dominada por la parodia de todo ello, por su exacerbación hortera. Los 70 fueron la época del country-pop, del sonido countrypolitan respondido desde las calles de Bakersfield a las que cantaba Buck Owens o por los Outlaws, Kriss Kristofferson, Johnny Cash, Willie Nelson o Waylong Jennigs. Música sobreproducida par aun país sobreproducido. Como si América hubiese perdido de vista la simplicidad, las raíces, las hubiere reinterpretado y en el proceso hubiese surgido una caricatura.
Solo hay un momento donde todo parece detenerse, durante la actuación del personaje de Keith Carradine, desnuda, austera. Hace el silencio, lo paraliza todo, es como un vistazo a otro lado posible; un pedazo de autenticidad, de atemporalidad…pero Alman se reserva el golpe final y no deja de retratar a Carradine como un personaje tan vanidoso, tan banal como el resto, cuyas canciones le sirven, en realidad, para ser un mujeriego en serie. Además, esta escena es inmediatamente seguida por la más brutal de toda la película, esa actuación penosa de Gwen Welles que culmina en desnudo en un bar lleno de hombres, durante una convención organizada por el político en campaña que interpreta Michael Murphy, a quien Altman volverá a usar más de una década después como otro candidato en Tanner, su serie sobre y en la América de Reagan.
El discurso de este personaje se extiende a través de toda la película, emitido desde los altavoces de una furgoneta y puntuando la banda sonora con un discurso idealista y populista en franca contradicción con las acciones sin escrúpulos del hombre a quien representan, tan patético, feo y empequeñecido como todo lo demás. El colmo de su figura es que el atentado que cierra la película no sucede contra él, sino contra una diva del country-pop; es un magnicidio paródico. El propio Altman explicaba en el libro-entrevista Robert Altman: Interviews, que asesinar a la chica, a la cantante tenía un mayor impacto social que tirotear al político; que era menos comprensible, más traumático.
Y aún así, la película vuelve a reiniciarse tras ello, con otra canción, con otro momento y la cámara simplemente abandona el lugar. La secuencia podía haber sucedido a mitad de metraje. Debido a esa (des)estructura y a su misma duración cercana a las tres horas sin sobresaltos rítmicos, Nashville parece ser más una película para pasearla que para verla; como si uno pudiera entrar y salir de ella, abandonarse un rato y reengancharse otro o escoger interesarse en unos personajes y desentenderse de otros; todo está allí dispuesto de igual modo, sin jerarquías y, de todos modos, uno encuentra siempre una imagen interesante, un comentario ácido, un momento.
Una de mis películas favoritas. Para mí, la escena más maravillosa es la actuación de Keith Carradine, con esas tres mujeres de contextos sociales tan diferentes, sintiéndose receptoras de la música, hechizadas y enamoradas momentáneamente del artista. Magnífica reseña, por cierto. Muy certero el concepto de película para pasearla.
Gracias, hombre. Las escenas de Carradine son las que más me gustan. Me parecen las más sinceras. Muy melancólicas sin subrayar nada. Y esa actuación suya es, eso, un momento de verdad en mitad de la farsa.