Ol’ Man River: Las aventuras de Huckleberry Finn en 1939

 

El Mississippi es mucho más que un río, mucho más que una gran artería que cruza Estados Unidos desde su nacimiento en Minesota hasta su delta, ya en el Golfo de México. El Mississippi, que significa el padre de todas las aguas, es un ente vivo, una representación física de la idea, a veces romántica, a veces cruel, del Sur encarnado en deidad pagana de un culto animista. El Río es a la vez un lugar y una idea, físico y metafísico, literal y metafórico y pocas historias está más unidas a él que la de Huckleberry Finn. Escapado, porque todo en él es fuga, de las páginas de Las aventuras de Tom Sawyer, Huck es la obra cumbre de Mark Twain, el gran contador del Mississippi. El cine ya lo había tratado antes, bien como secundario, bien como protagonista, pero muchos de los matices y significados del libro se habían perdido, difuminados en una equivocada mirada infantil. La versión dirigida por Richard Thorpe en 1939 tiene la ventaja de contar con unos estupendos Huck y Jim el negro en Mickey Rooney y Rex Ingram, nativo del Río además, y de estar rodada en un blanco y negro que endurece los contornos de una historia satírica de pícaros muchachos en proceso de maduración que descubren la realidad cruel del mundo.

 

  1. «Tú no sabes nada de mí si no has leído un libro llamado Las aventuras de Tom Sawyer; pero eso no tiene importancia. Ese libro lo hizo el señor Mark Twain, y la mayor parte de lo que contó es verdad.»

Al final de Las aventuras de Huckleberry Finn el propio Huck, que es el narrador en primera persona, por contraste con la tercera que Twain usó para Tom Sawyer, se despide con la promesa de escapar al Territorio, como él dice, hacia el Oeste, hacia lo salvaje. Dice que no se dejará civilizar, que eso no es para él. Richard Thorpe en esta su adaptación de 1939 simboliza esta negativa de Huck a civilizarse, a todos los convencionalismos sociales, a integrarse en definitiva mediante una pipa escondida en la trasera del pantalón y unos zapatos abandonados en el entarimado del puerto, junto al Mississippi.

Huck ha aprendido muchas cosas de su viaje por el viejo río, el padre de todas las aguas como le llaman, en compañía de Jim el negro. El viaje es siempre un símbolo de maduración, el desplazamiento, circular además aunque el muchacho ya no sea el mismo al regresar que cuando se marchó, es tanto físico, exterior, como interior, moral. Huck ha aprendido, sobre cualquier otra cosa a no ser lo que otras quieren que sea, a continuar con la búsqueda de algo mejor. Como escribe Juan José Coy en la introducción para la excelente edición de Cátedra «sigue buscando no una “utopía” en su sentido estricto, un “no-lugar”, sino mucho más en consonancia con el espíritu de Tomás Moro, una “eu-topía”, un lugar algo mejor, más habitable, más confortable, menos agresivo y cruel e insufrible que aquel en el que vive».

El viaje, el desplazamiento, es también de otra índole. Es un periplo hacia atrás, memorístico, realizado hacía el Oeste, legendario, desde la comodidad de su presente en el Este, mundano, y al tiempo trascendente ya que Twain se evoca a sí mismo a través de Huckleberry, mucho más, de modo íntimo, de cómo lo había hecho con Tom Sawyer que queda casi como un ensayo para esta aunque realidad sus intenciones son claramente distintas: mientras la primera es una novela infantil, con niños protagonistas y para ser leída por niños donde el autor sobrevuela el texto con humor ligero, la segunda es una novela audaz, madura en todos los sentidos, depurada –siete años tardó en darla por terminada- y dominada por la versión más lúcida, inclemente y hasta cruel del humorismo de Mark Twain.

Con ella se convierte no en el gran narrador americano, sino en el gran contador de América. En palabras del crítico William Ernest Henley al escribir en 1880 sobre Un vagabundo en el extranjero «la mayoría, o casi la mayoría, de los muchos poetas, ensayistas, novelistas, filósofos, historiadores… que ha producido América tienen sus orígenes sencillamente en los europeos. El Nuevo Mundo es responsable solamente de sus cuerpos y sus almas; desde el punto de vista artístico son brotes del Viejo Mundo, y solo del Viejo Mundo. (…) Pero Mark Twain es americano puro y simple. A la madre patria del este no le debe sino los rudimentos… pero su condición del arte, en sus métodos y objetivos literarios, en sus hábitos intelectuales y en su temperamento, resulta Twain tan distintivamente nacional como el mismísimo cuatro de julio»

Mark Twain se escuda en un antintelectualismo clásico norteamericano, una llaneza caústica pero tierna a la vez, que anticipa, por ejemplo, a ese otro epítome que es John Ford, cuyas películas junto a Will Rogers, pero también otras después, tienen un inconfundible música Twain; como también la tiene esa otra maravillosa fábula sureña que es Stars in My Crown que Jacques Tourneur adaptó en 1955 sobre una novela de Joe David Brown. Samuel Clemens se disfraza de Mark Twain y este lo hace de Huck – y el mismo Huck se disfraza, empezando por muerto de sí mismo, y traviste en diferentes momentos de la historia- como antes se había disfrazado de otros tantos personajes y como en su propia vida se disfrazaba para avergonzar o escandalizar a sus vecinos estirados del Este o, más aún, a como se disfrazaba de humorista para difuminar su amargura, su pesimista lucidez.

Abrazando la literatura mínima que en el periodo se llamo el “Local Color Movement” -es decir narraciones localistas, de realismo al detalle, lenguaje popular y tono de anecdotario- Twain regresa al Mississippi, a sus lugares reales y a su mitología haciendo converger el caudal del río y el de la memoria, reelaborando en la intersección de ambos su propia experiencia y también la experiencia colectiva de los Estados Unidos de América anteriores a la Guerra Civil. El río, el Mississippi, se convierte en un constructo, a la vez literal y simbólico, del Sur del país en un viaje atravesando Missouri, Illinois, Kentucky y Arkansas. Mark Twain escribe su América, o lo que es lo mismo su rincón de la humanidad como representación del resto, desde el tejido de la memoria y escudado en Huck y su personal visión, léxica y ética, del mundo circundante en un disfraz, definitivo, perfecto, que le permite ser más ácido que nunca en su exposición de la atronadora estupidez humana y a veces, también, de su ingenuidad y su ternura.

  1. «-Sí, amigo mío, es la pura verdad… En este mismo instante tus ojos miran al pobre delfín desaparecido, Luis XVII, hijo de Luis XVI y María Antonieta»

Solo un año antes, en 1938, David O. Selznick había lanzado a través de la United Artist su versión de Las aventuras de Tom Sawyer, con Tommy Kelly en el papel de Tom y Jackie Moran robando limpiamente la función como Huck. Aquella película era la primera versión de Twain y la terminó firmando Norman Taurog, quien fue el responsable en 1931 de Hucleberry Finn, versión donde el estelar Jackie Coogan como Tom arrinconaba al Huck interpretado por Junior Durkin y que se planteó más como directa secuela del un año anterior Las aventuras de Tom Sawyer dirigido por John Cromwell y con idénticos protagonistas.

Digo que la terminó firmando porque como era habitual en las producciones de Selznick el conjunto es patchwork de secuencias donde dirigieron H.C. Potter, William Wellman y George Cukor, este último familiarizándose con un material de Mark Twain que trataría en 1960 con su propia versión a color y en cierto modo canónica (por ser la más célebre y difundida) de Huckleberry Finn, memorable, más que nada, por la genial labor de Tony Randall como El Rey, junto a El Duque uno de los rufianes que Huck y Jim el negro se encuentran en su viaje por el Mississippi y en cuyos enredos para apropiarse de una herencia el muchacho termina embrollado.

La película fue un éxito y además una muy buena traducción de la novela de la cual capturaba la inocencia y el punto de vista infantil. El color era hermoso y la puesta en escena llena de elegancia y encanto, suntuosa como buena producción Selznick. Era una película gentil y familiar, una fábula sureña con detalles siniestros…pero Huckleberry Finn era otra cosa muy diferente. Sin Tom Sawyer era la versión de Twain de los libros ejemplarizantes Horatio Alger, entonces Huck era el negativo de los mismos, su cruento cara a cara con la realidad. El texto no era ni gentil ni familiar, ni tampoco era para niños. Era una novela satírica de registros crueles, grosera e iconoclasta, que tocaba temas sensibles sirviéndose de un personaje central antiheróico, ejemplar en nada bien visto por la sociedad, con un insobornable deseo de libertad y un sentido personalísimo de la ética.

No pocas veces, y con razón, se ha comparado a Huck con el Holden Coulfield de El guardián entre el centeno de J.D.Salinger pero quizás esté más cerca de Colin Smith, otro antihéroe de ética contra todo y todos creado por Alan Sillitoe en su cuento La soledad del corredor de fondo. Como Huck, Colin es un muchacho encerrado en un lugar donde pretenden darle lo que la sociedad dice que es lo mejor para él –la casa de la viuda Douglas para uno, el Borstal para el otro- y ambos encuentran consuelo en la huida, en la vida exterior que es un reflejo de su propio interior silvestre. Y los dos ganan al final, sí tiene que regresar, tienen que integrarse, pero por dentro saben que no es así, que siempre se puede perder una carrera y que siempre se puede uno marchar al Territorio.

Alan Sillitoe, como Víctor Guillot expone en un excelente artículo publicado en la revista digital Neville, se había visto influenciado para la creación de los antihéroes de La soledad del corredor de fondo y de Sábado noche, domingo mañana por la literatura española del Siglo de Oro, especialmente por la picaresca. Colin Smith y Huckleberry Finn son, en primer lugar dos pícaros y tanto Sillitoe como Twain imbuyen sus obras de los significados y estilo de la novela picaresca.

Uno de los problemas de la adaptación que en 1939, al rebufo de la mencionada sobre Tom Sawyer emprende la MGM radica en respetar esta naturaleza picaresca, no solo como marco, sino como arquitectura narrativa. La enorme cantidad de sucesos, lugares y personajes de la novela se ven drásticamente podados/comprimidos en la película, respetando los principales –la relación con Jim el negro y la aparición de los timadores El Rey y El Duque tirados de la borda de un vapor- pero tomando la decisión de cortar nada menos que todo el personaje de Tom Sawyer, quien hace su reaparición en la segunda mitad del libro.

El guión de Hugo Butler y Waldo Salt simplifica el texto de partida, lo dulcifica también, tomsawyerizandolo en gran medida pero conservando la fluidez azarosa del relato picaresco, su ambigüedad, su humor equívocamente zafio y, dentro de lo posible dentro de los estándares de la producción hollywoodiense de finales de los 30, también esa exhibición impúdica de las miserias humanas –el padre de Huck, un borracho violente y aprovechado, la turba que pretende linchar a Jim, los timadores de nuevo…- y en gran medida el color local antes comentado.

Pese a que Huckleberry Finn esté rodada en blanco y negro parece una obra más moderna que el Sawyer de Selznick, el claroscuro, con algunos nocturnos excelentes y hermosos exteriores que dan protagonismo a la naturaleza y al río, la película dirigida por Thorpe ya marca una diferencia de tono con la firmada por Taurog; parece, por qué no decirlo, más adulta. Los contornos siniestros del relato, esos momentos donde el universo infantil de Huck, tan simple en sus observaciones de la realidad, colisiona contra la aspereza del mundo de los adultos, con la mentira interesada, con la violencia y la muerte, se ven potenciados por la ausencia del color, por las sombras físicas que se convierten en sombras morales.

  1. ¡Rezar por mí! Pensé que si me conociera, escogería una tarea más de acuerdo con sus capacidades. Pero me imagino que lo hizo en todo caso…Era de esa clase de personas.”

Uno de los principales problemas de adaptar Huckleberry Finn era tan básico como el de encontrar a Huck. El buen recuerdo de Jackie Moran estaba muy cercano, pero al final no dejaba de ser un secundario carismático un poco como también sucedía en las discutibles versiones de los primeros 30 con Jackie Coogan como Tom y Junior Durkin, con su pinta de pillastre irlandés fugado de los Dead End Kids, como Huckleberry. En definitiva se necesitaba a una estrella y aquello era la Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio de las estrellas. La adaptación de Mark Twain se planteó entonces como un vehículo para su mayor estrella infantil, juvenil en realidad, que venía de triunfar con la naciente franquicia entrono a las peripecias del entrañable Andy Hardy: Mickey Rooney.

Huck significaba para Rooney la posibilidad de demostrar mayores registros y adentrarse en personajes de mayor complejidad que continuasen su gran triunfo del 38 dando la réplica a Spencer Tracy en la clásica Forja de hombres (Boys Town, Norman Taurog, 1938), y para el estudio la oportunidad de probar a su estrella en otros territorios; aunque para ello tuviese que acercar a Huck al molde de Andy Hardy, un personaje que sintetizaba a la juventud all-american del medio oeste, una América sacada de Norman Rockwell que, paradojas, era en cierto modo aquello que Mark Twain analizaba en su obra; a veces con ternura, otras con la mayor acidez.

Mikey Rooney estuvo atado a Andy Hardy hasta mediados de los 40, desde los diecisiete hasta los veintiséis años; quizás para él también Huck era una contrafigura de Andy y no desaprovechó la ocasión de interpretar ambas caras.

La producción la responsabilidad del acabado y los objetivos dependía nada menos que de Joseph L. Mankiewicz en el periodo en el cual se dedicó a formarse dentro del sistema de estudios ejerciendo como escritor y, en mayor medida, productor y la dirección, como ha quedado dicho, en Richard Thorpe. Un cineasta de larga carrera en el silente y hombre de estudio que se había ganado la promoción al hacerse cargo de la saga de Tarzán a partir de la tercera entrega, La fuga de Tarzán (Tarzan Escapes) en 1936, a la cual dio finalmente el tono homogéneo y familiar que la MGM reclamaba para el mito. Como para Rooney, para Thorpe dirigir la adaptación de Huckleberry suponía enfrentarse a un material mucho más enjundioso, una obra básica del canon cultural USA, nada menos que, básicamente, era una de esas películas que los directores de estudio esperaban que les tocase mientras continuaban trabajando en el oficio desde posiciones de, por muchas razones, admirable sentido ético de la profesión.

Huck aparte el otro gran papel era el de Jim el negro, ese hombre tan bueno que, a decir del muchacho, debía de ser blanco por dentro. La importancia del personaje negro se había obviado en anteriores adaptaciones favoreciendo la dinámica entre Tom (aquí ausente como ya he comentado) y Huck cuando lo cierto es que ya en el libro es la relación entre ambos la que vertebra moralmente el relato. Lo que ocurre es que el recordatorio de la esclavitud que supone Jim y la manera, no siempre correcta en la cual Huck lo trata, un muchacho educado en un mundo racista no lo olvidemos, resultan ser los aspectos más comprometidos de la novela en su retrato al tiempo colorista y naturalista del Viejo Sur. Hay que señalar que si el libro ya fue polémico en su día, con rechazos tan notorios como el de la autora de Mujercitas Louisa May Alcott mucho peores fueron reacciones tan cercanas como de mediados de los 90 del pasado Siglo con el libro prohibido en colegios, bibliotecas y hasta programas de estudios universitarios.

La realidad de la novela, y la película dirigida por Thorpe lo plasma con gran dignidad, es muy diferente. No hay en ella ningún afán de ridiculizar o despreciar y desde luego su retrato de los negros y la categoría de Jim, en oposición a otras figuras masculinas adultas como el padre de Huck, El Rey y El Duque como brújula moral del protagonista es clave en la relación entre ambos. El film se beneficia en este aspecto de poder contar con un magnífico Jim en la persona del excelente Rex Ingram –para siempre el genio de El ladrón de Bagdad-, un actor capacitado para transmitir la gran humanidad e inocencia del personaje y, además, nativo de la orilla del Mississippi con lo cual ofrecía un plus de autenticidad a una relación cimentada en su cualidad de desclasados, de patio trasero de la sociedad norteamericano, que la película se preocupa de desarrollar, conduciéndola hacia su emotivo (doble) final.

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