Cuerpo de batalla: El exorcista

– ¡Qué día tan estupendo para un exorcismo!

-¿Eso te gustaría?

-Muchísimo

-¿Pero eso no te separaría de Regan?

-Eso nos reuniría

-¿A ti y a Regan?

-A ti y a nosotros”

Ya lo dijeron los Louvin Brothers en 1959: Satán es real. Le dedicaron un disco completo. Un disco de himnos para espantar al diablo. Un exorcismo a 33 rpm.  

William Friedkin aplicó igual doctrina en 1973. Un exorcismo a 24 fotogramas por segundo. Durante el mismo reelaboraba una novela de William Peter Blatty, guionista de comedias y novelista católico, que a su vez reelaboraba un oscuro caso de la crónica negra de los años 40. Su crudo acabado, su realismo expresionista, su horror naturalista ofrecía una experiencia de realidad aumentada y recreada a través del método taumatúrgico-tecnológico, fantasmagórico, del cinematógrafo. El medio trascendía el relato y viceversa: certificaba la existencia del mal. Satán es real. 

La gente acudía en masa a las salas. A esa catedral espiritista, a reunirse entorno a un mal tan real. Iban a verlo con sus propios ojos; a que se le metiera dentro o a que se lo sacasen fuera. Como King Kong enjaulado el mal estaba allí, en los límites del cuadro. Pero en cualquier momento podía romper las cadenas y salir de la pantalla. El mal iba de butaca en butaca, de cuerpo en cuerpo.

El exorcista ya no era una película: era una experiencia. Medio rito, medio martirio, el público pasaba por ella una y otra vez hasta que llegaba al final. El exorcista provocaba vómitos, desmayos, espasmos, huidas, histeria, paranoia. Lo diabólico y lo trascendente. Una convocación y una comunión. Aquelarre y exorcismo. Sugestión colectiva y alucinación personal por unos dólares. El mal era solo un haz de luz, un espectro proyectado, pero era real; en la sala era real. Allí estaba. Se podía pensar, se podía sentir. Era tan real como el vecindario donde uno vivía. Lo era, de hecho.  

La imagen de El exorcista era perturbadoramente cotidiana. Tan vulgar, tan mundana como lo que se podía ver al salir a la calle. Y América era un paisaje áspero entonces. Un país que necesitaba un exorcismo post-Vietnam, tras la muerte del sueño hippie en las colinas de California en 1968. El exorcista era tan real como los muchachos mutilados y tan real como Charles Manson. No había transición. Dentro y fuera se confundían en un efecto siniestro. No había fantasía, ni ironía, no había distancia. La imagen habla de la convicción en lo narrado. Es austera y obstinada, imponiéndose sobre unos personajes que constantemente la cuestionan. La imagen es real. Satán es real. Y eso, en cierto modo tranquiliza; quita un peso, una responsabilidad primordial: el mal existe fuera, es un ente, una (otra) realidad y estamos expuestos a ella. Es una corrupción incontolable y sobrehumana: no fui yo, fue el Diablo.

Friedkin, como Don Siegel en Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) o Martin Scorsese en Taxi Driver (id., 1976) no teme a la imagen reaccionaria. Las tres son relatos góticos urbanos, donde el mal es. Su ambigüedad es terrible. Las tres hablan de la exposición a lo incontrolable, a fuerzas del caos, a la corrupción absoluta y al castigo bíblico; y cada una da un paso más profundo en lo tortuoso: el loco, el diablo, el hombre. En las dos primeras hay héroes que nos defienden, Harry y Karras, en la última el héroe y el mal se han fundido y son uno y el mismo. Harry lanza su placa al pantano donde flota Scorpio, Karras se tira por la ventana con el diablo dentro, pero Travis se pone el dedo de sangre en la sien y al detonar no sucede nada. Renace en lugar de morir para recomenzar el ciclo. La últimas imágenes de Taxi Driver son también las primeras.

En las tres se trabaja desde el realismo para travestir la hiperestilización. La dialéctica de El exorcista se establece entre el realismo lacónico y el surrealismo estoico. Con Magritte en el ojo, Friedkin compone planos de rigor espartano. Los lugares del gótico, en la base, sirven para articular el horror: la niña púber amenazada por el cambio, la casa viviente, una vela iluminando una estancia, ruidos en el desván… 

Un cura dice que piensa que ha perdido la fe. El viento barre las hojas frente a la casa. Una pelea telefónica y la cámara que recoge la imagen en un zoom larguísimo. Reagan dice que no puede dormir, que su cama tiembla. Se ha abierto una brecha y comienza el baile. La vieja ceremonia. El cortejo. 

El montaje entre ambas historias, la de Karras y la de Reagan y su madre, se acorta. Las escenas se yuxtaponen. El hilo de una parece seguir en la otra, estableciendo así una continuidad narrativa sólida. Según la convergencia se aproxima, cambia también la planificación y el ritmo interno. La cámara se maneja con la mano y el montaje se vuelve agresivo con intermedios de quietud con quietud en el encuadre y predominio de la composición estática. Durante el clímax, también esta doble formalización se alterna con mayor violencia. Friedkin introduce también lo alucinado en la forma, agrediendo así su propio realismo semidocumental, borrando las líneas, complicándolo todo. Karras sueña con su madre entre imágenes enigmáticas al ralentí y planos de detalle de amuletos. Merrin es llamado y una serie de fundidos encadenados del rostro diabólico de Reagan se superponen a su llegada icónica. Como el Predicador de El jinete pálido ha sido convocado a este plano para combatir a un enemigo que ya conoce bien. Reagan sonríe. 

Primero la duda, luego la culpa, al final la redención. Karras está siendo puesto a prueba y el cuerpo de Reagan es solo el terreno de juego. El alma de Karras es el premio, lo demás es puesta en escena. La ceremonia del mal. Para ejecutar el exorcismo, Karras y Merrin se visten, se uniforman, se estilizan. Representan en presente un tiempo arcaico, una tradición, un ayer donde este hoy, confundiendo tiempos y espacios en una habitación donde todo es posible, donde hasta el realismo se disuelve. 

Karras es un héroe gótico extraño. No es tanto el hombre racional enfrentado al descubrimiento de lo irracional, de lo fantástico, como uno que habita en esa encrucijada misma. “Are you a stranger to God? / Carried away with your pride /Tell me, sinner, did you ever stop to think? / Are you afraid to die?” cantaban los Louvin Brothers en “Are You Afraid to Die”. Karras es cura y es psiquiatra en un relato del mal donde la ciencia queda desacreditada en el realismo de la imagen en favor de lo lo fantástico. La plausibilidad de lo imposible. Karras debe volver al realismo de la imagen desde su escepticismo y desde su pérdida de fe producto de la enfermedad de su madre. Debe decidirse; romper su dualidad. “You’re gonna have to serve somebody / It may be the devil or it may be the Lord / But you’re gonna have to serve somebody”, decía Bob Dylan esta vez. 

Este texto apareció dentro del libro Un piano suena mejor cuando se ha tocado: 50 (más una)películas  para una noche de verano

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. John Space dice:

    Y pensar que la vi por primera vez en clase de Religión en el insti…
    No olvide contarnos qué tal _El exorcista III_. ¿O se trata de una de esas terceras partes que nunca fueron buenas?

    1. No sabría decir. Nunca la he visto.

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