“Es como un juego como los hombres hablan entre ellos”, canta Dominique A. Una pose, una estética. Leca, el líder de la banda de Apaches de Montmartre le dice a uno de sus hombre que no se vuelva a presentar ante él con una gorra, que da mala imagen al grupo. La guapería viste atildada. Bigote fino, trajes de tres piezas con chaquetas de cuatro botones, fajines, zapatos brillantes, relojes brillantes, navajas brillantes.
Llevar gorra o sombrero es una diferencia de clase, como también le hacían ver a Al Capone en Boardwalk Empire. Ser un niño o ser un hombre. Es parte de una forma de hablar, de estar, de conducirse. Es parte del escaparate y del ritual. Jo Manda, en cambio, no necesita posar. Viste la chaqueta “chore” del obrero, gorra y pantalones de pana. Dice lo justo y lo que dice lo cumple. No desentonaría en la película final (y definitiva) de Jacques Beker, La evasión, que hizo a partir de las memorias de José Giovanni, apache de otro tiempo.
Serge Reggiani, hubiera pertenecido entre aquel grupo de hombres secos, adustos. Tampoco lo hace en el París de la Belle Époque, a cuya crónica negra Becker recurre en el fondo para articular la forma a partir de una recreación vívida del impresionismo y el post-impresionismo, en especial Renoir y el cartelismo de Touluose-Loutrec, de uno de cuyos cuadro se tomó el título original, Casque D’Or. No es una cita estéril o un esteticismo de postal, sino una sensación vívida, teñida de sordidez y violencia, de rostros deformados y cuerpos convulsos. En su representación, Becker toma ese mundo evocado en los carteles y la pintura y los lleva al tenebrismo, descendiendo desde un inicio bullicioso y solar a un final nocturno, solitario: su trascendente clausura lo sustancia todo: Marie sube, ya enlutada por las escaleras de un pensión. La dueña le conduce a una habitación y abre una ventana. La mejor vista al cadalso de todo París. Marie alcanza una forma de santidad en ese ascenso, en esa soledad.
Jesús Angulo escribía en la revista Nosferatu que “la prácticamente nula presencia de elipsis en la mayoría de sus películas y la minuciosa reconstrucción de los actos más cotidianos de sus personajes obligan casi a evitar los preámbulos. De igual forma, y esto podría chocar especialmente en sus películas de temática criminal, las secuencias de acción (lo excepcional) son reducidas por Becker al mínimo imprescindible. París, bajos fondos es, antes que nada, una historia de amor apasionado (el de Marie y Manda) y una historia de amistad (entre Manda y Raymond), que acabará siendo el desencadenante del trágico final”
Marie, puta altiva del barrio bajo, femme fatale por defecto, se sacrifica en vano al acostarse con Leca, sin entender que el código de Manda no permite esa generosidad y su coste. Lo hace del mismo modo carente de ceremonial, de melodrama con el cual Manda ha matado a Raymond. Lo hizo y ya está. Pero el mundo viril de París, bajos fondos es impenetrable, igual que el rostro de Serge Reggiani. Cara de perder, ojos tristes que solo cambian ante la electrizante presencia de Simone Signoret. Giran y bailan y todo a su alrededor desaparece. Todo menos el fatalismo, la esencia trágica del relato en negro. La escena está tomada de La golfa, dirigida por Renoir que fue el mejor amigo y mentor de Becker. En sus memorias recuerda el impacto que la película le causó a un joven Becker, por entonces husar del ejército francés. Fue la que le impulsó a dirigir, convirtiéndose en ayudante de Renoir. En París, bajos fondos, reformula en cierto modo La golfa y lo hace mejor que su maestro.
Colin Crisp explica en French Cinema–Critical Filmography_ Volume 2, 1940-1958 que la película “estaba basada en personajes reales – Manda y Leca habían sido notorias figuras en los primeros años del siglo- y el guion había girado en origen sobre la rivalidad de sus bandas, donde el deseo por Marie, la femme fatale, conducía a Manda a matar a Lece y morir a su vez en el patíbulo. Julien Duvivier estaba preparado para rodarla en 1939, pero intervino la guerra. Jean Gabin estuvo a punto de hacer durante el periodo bélico y después tanto Henri-Georges Clouzot como Yves Allégret mostraron interés”. Para Becker fue un cambio casi completo, aunque había tocado ya el polar en 1942 con Dernier Atout, la primera película que pudo dirigir completa. En la siguiente, Goupi, mans rouges, también utilizaba elementos del relato criminal, pero con base en una novela de Pierre Very se imponía la observación de la Francia rural, su microcosmos. En París, bajos fondos hace lo mismo, pero esta vez el mundo que contiene es del de los criminales.
Becker lleva el polar al pasado, recreado de modo realista, minucioso, para finiquitar cualquier traza del pasado del género. Del folletín al realismo poético, reclutando incluso a actores relacionados con ese continuidad histórica, como Raymond Bussières, Paul Azaïs o Gaston Modot, presente en 1922 en Los misterios de París de Charles Burguet. Becker lo trasciende, deja sin sentido el volver sobre ese mundo a través de un obra simultáneamente romántica y desmitificadora. Cuando regrese al género en Touchez pas au grisbi será para convertirlo ya en plenamente polar y proyectarlo en el futuro desde otra observación, otra crónica, pero del presente, desde otro rosto impávido, el de Max le Menteur, el de Jean Gabin como presente de su propio pasado.