And though the news was rather sad
Well I just had to laugh
Ford de Londres
Que John Ford dirigió Un crimen por hora como quien se toma unas vacaciones es algo perfecta y razonablemente aceptado. Mientras esperaba poder rodar lo que sería The Last Hurra (1958), prevista en principio para James Cagney y sustituido este de forma definitiva por Spencer Tracy, decidió, sin que se sepa tampoco muy bien por qué, pasar una temporada alejado de Hollywood y estar en compañía de su buen amigo Brian Desmond Hurst. Su siguiente film iba a ser la adaptación de una curiosa novela policial de John Creasey, bajo el pseudónimo de J. J. Marric, protagonizada por el hosco inspector de Scotland Yard, George Gideon.
Si ya el propio director de fotografía Freddie Young decía que aquello no era una gran película y que aquel tema no era para Ford, ¿qué no iba a pensar la Columbia? Pues poca cosa. La retitularon Gideon of Scotland Yard, la ventilaron con un número limitado de copias y encima en blanco y negro, en lugar del original technicolor en el que había sido rodada. Costó poco menos de medio millón de dólares y Ford ajustó su salario, como solía hacer cuando se enfrentaba a proyectos casi dirigidos para su gusto particular. Es el caso del film irlandés de historias The Rising of the Moon (1957), por ejemplo. Como esta, y como antes la rupturista Centauros del desierto, fue un fiasco de taquilla y ha quedado como la pieza más ninguneada de la kilométrica filmografía fordiana. Tag Gallagher, en su excepcional John Ford: El hombre y su cine, la defiende fervientemente.
Mucho más maliciosa de lo que puede parecer a simple vista, al menos en su tratamiento de las clases sociales británicas, Ford comentó, poco antes de emprender el rodaje, que Scotland Yard era el equivalente británico a su querida Caballería. Con gran agudeza, Anthony Aldgate y Jeffrey Richards, en Best of British (1), encuentran que “ethos y estructura” replican las de los filmes western. Así, el personaje del asistente de Gideon en el libro es dividido en un grupo de ayudantes pintorescos, para los cuales cuenta con un grupo de característicos de confianza como Frank Lawton, John Loder, Barry Keegan o el memorable Michael Trubshawe, con sus modales de antes de la guerra, su bigote de oficial y su constante actividad de fondo corrigiendo la informalidad de Gideon -una de esas particularidades fordianas consistentes en contar cosas en distintos niveles del mismo plano-. Todo ello para componer una deliciosa réplica brit de los recurrentes personajes irlandeses interpretados por Victor McLaglen.
No falta, por supuesto, la sufrida esposa del profesional –Gideon, como novedad con respecto a otros héroes fordianos, no es viudo-, aquí Anna Lee, una actriz muy querida por Ford, que se había visto apartada de la pantalla desde 1952 a causa de su inclusión en las listas negras del senador McCarthy. Completan el cuadro el joven aspirante, que es un constante quebradero de cabeza para el veterano oficial, y que es un personaje añadido con respecto a la novela original adaptada; y la hija (que otra veces será sobrina o protegida) del protagonista e interés romántico, además, del antedicho joven aspirante.
Si tomamos esta perspectiva y hacemos estos encajes, Un crimen por hora aparece como una consecuente réplica anglo, con muchos peros y acomodos, del universo planteado en la maravillosa La legión invencible (She wore a Yellow Ribbon, 1949). Todo lo cual resta singularidad a esta obra inglesa, colocándola en cambio como una parte natural del discurso de Ford, aunque esta vez deslocalizado e implantado en unos ambientes, digamos, exóticos.
Lo mayor y lo menor
¿Estamos entonces frente a lo que se llama, comúnmente, un “film menor”? Primero habría que dilucidar si tal cosa existe o si se trata de un eufemismo para nombrar de manera condescendiente a las malas películas de los buenos directores.
Por ejemplo, Steamboat Round the Bend o Dr. Bull, dos de los tres títulos rodados para/con el gran Will Rogers durante la década de los 30 -y evito escoger El Juez Priest a conciencia, ya que este sí ha ganado prestigio con los años- serían representativos de “película menor”. ¿Son malas películas? Imposible. ¿Son poco ambiciosas entonces? En teoría sí. No tienen el peso mítico de un Centauros de desierto ni la voluntad de estilo de un El delator, pero son más armoniosas que la primera -entiéndase esto como construcción puramente mecánica del relato y su narratología; Centauros es una obra maestra contra/por su imperfección- y, desde luego, su simplicidad las hace mucho más disfrutables que el denso y forzado expresionismo de la segunda. Las películas con Rogers son poco ambiciosas porque así quieren serlo, es su naturaleza. Es decir, la distancia entre lo que quieren ser y lo que son es muy cercana, mucho más que en El delator. Están más logradas en sus pretensiones, sean estas del tamaño que sean. Estos anecdotarios que filma con Rogers y otros títulos “menores” comparten la misma aspiración -pienso en Wagon Master, Siete mujeres o la mencionada The Rising of the Moon-, pues poseen la belleza de lo sencillo. Sus ambiciones son las más elevadas de toda la obra fordiana por cuanto aspiran a la desaparición de las mismas.
Las “obras menores”, en esta sencillez, en esta simplicidad, muestran en muchas ocasiones la depuración que explica a un autor de forma más directa que las canónicamente mayores. ¿Hay obras más fordianas que su tríptico con Will Rogers? Habrá iguales, pero no más genuinas.
Si uno se fija bien verá en Un crimen por hora el mismo tono distendido. Identificará, cambio de continente e idiosincrasia mediante, al cachazudo personaje recurrente (y único) de Rogers en ese Gideon enfurruñado pero entrañable, atribulado pero resolutivo, preocupado por todos sin perder el sentido del humor, irrespetuoso con sus superiores y vago vocacional impelido a la actividad incesante. Un Gideon con el muy fordiano físico, feo, fuerte y formal, de Jack Hawkins. Apurando, incluso, se podría ver a un álter ego del propio Ford, uno de los muchos –sublimados, claro- que pueblan su filmografía.
También se notará en ella esa fluidez inimitable y esa voluntad, o querencia más bien, del cineasta por abolir la estructura típica del guión, por prescindir de la historia misma, sustituyendo esta por una serie de microhistorias, o convirtiendo la historia en un ambiente donde dejar evolucionar a los personajes y donde la trama deja paso a la situación y la observación, algo que asimismo logró alcanzar Clint Eastwood en Gran Torino. La libertad es elemento nuclear de unos conjuntos que se disfrazan de pedestre solo para no alardear de su increíble sofisticación. Dentro del universo fordiano, Un crimen por hora no es, en realidad, una película tan extraña. No es esa singularidad, esa rareza inexplicable en la carrera de su director. Es, desde luego, una película pequeña, modesta, hasta discreta si se quiere, pero no menor; porque eso de “lo menor”… ¿qué es?
A la manera de Gideon
John Creasey publicó en vida y post mortem cerca de seiscientas novelas con no menos de dieciséis pseudónimos, convirtiéndose así en uno de los más populares y prolíficos autores del pulp británico. Entre las tramas de espionaje del Departamento Z, las aventuras de The Toff, un personaje modelado en la imagen de Simon Templar, El Santo, de Leslie Charteris –tenía excusa para la copia, puesto que Charteris había hecho lo mismo con respecto al Raffles creado por E.W. Hornung en 1890- ; las de The Baron, un anticuario detective aficionado, o las del duro agente secreto Patrick Dawlish, un exploit del mito brit Bulldog Drummond creado por “Sapper” -esto es, H. C. McNeile-; las que interesan para el particular son aquellas que aparecían firmadas como J. J. Marric, estaban ambientadas en la brigada volante de Scotland Yard, y tenían como héroe al inspector George Gideon. Estas historias se plasmaron, desde Gideon’s day y Gideon´s week, de 1955 y 1956 respectivamente, en más de una veintena de entregas de renovador police procedural. Resulta curioso comprobar cómo en esos mismos años, en 1956, concretamente, Ed McBain (alias de Evan Hunter) alumbra desde parámetros homologables (repartos corales, realismo…) su Comisaría del Distrito 87 en el libro Cop Hater, refrescando a su vez la literatura policiaca USA y la plasmación, ambiental y psicológica, léxica incluso, de los policías de ficción.
Gideon maduraba de libro a libro, tenía que compatibilizar la vida en familia con sus responsabilidades profesionales y desde una literatura popular policial retrataba la cambiante sociedad inglesa de los 50 y 60. Quizás, por este sentido no efímero, la serie de Gideon es aquella que le ha valido cierta posteridad al autor y en la cual, al parecer, se encuentran sus mayores méritos literarios. Ahí está el ejemplo de Gideon’s Fire, elegida mejor novela de misterio de 1961 por el Writers Guild of America. De la popularidad de estos trabajos da idea no solo el hecho de que John Ford deseara adaptarlas tan pronto como en 1958, con solo dos entregas en la calle, sino también la existencia de una serie televisiva emitida en veintiséis entregas anuales entre 1964 y 1967: Gideon’s Way.
Esta serie fue producida por los míticos Robert S. Baker y Monty Berman, una pareja creativa e industrial que, si bien comenzó en el thriller durante la posguerra, supuso una de las más consistentes alternativas a la Hammer dentro de la esplendorosa época del terror británico de los últimos 50 y primeros 60. Fuera de trabajos como La sangre del vampiro (Henry Cass, 1958), Jack The Ripper (Robert S. Baker y Monty Berman, 1959) o The Flesh and the Fiends (John Gilling, 1960), sus mayores éxitos se encuentran en la televisión, el principal de ellos la versión de El Santo que, con Roger Moore de protagonista, fue lanzada en 1962. Incluso llegaron a producir un remake, ya a la altura de 1978, con Ian Ogilvy como Simon Templar. A este gran triunfo hay que sumar joyas del delirio procedentes de la edad pop de la televisión, la mayoría poseídas por el influjo extravagante libérrimo, irónico y experimentalista de Los Vengadores -desde la entrada del gran Brian Clemens como guionista e ideólogo-, o El Prisionero. Lisergia catódica que abarca creaciones de Baker como Los Persuasores (1972), en la que une a Roger Moore con Tony Curtis, y desmadres de Berman del calibre de la deliciosa Los invencibles de Némesis (1968), que versa sobre tres agentes secretos dotados de poderes mentales entre los cuales se alineaba la sugestiva Alexandra Bastedo; o especialmente de un insólito díptico lounge formado por Department (1969) y su spin-off de solo dos capítulos Jason King (1971), a mayor gloria del carisma y el arriesgado estilismo de Peter Wyngarde como el escritor y playboy protagonista. En todo caso, esta es otra historia muy alejada ya de la cotidianeidad policial-familiar de George Gideon.
Gideon´s Way se filmaba en la calle, siendo una de las primeras series criminales británicas en hacer uso mayoritario de exteriores, el East End londinense, y ser rodada en 35 mm, dando idea de unos valores de producción notables y un estilo general muy cinematográfico. El conjunto, pese a conservar algunos rasgos del humor que preside el film de Ford del 58, resulta ser un policial estricto, donde personajes, casos y ambientes están mucho más pegados al estilo áspero y realista del thriller británico de la época. A esto colabora su duro blanco y negro frente al suave technicolor fordiano, pudiéndose, por un lado, advertir la clara influencia de trabajos como Violent Playground (Barrio Peligroso, Basil Dearden, 1958), Sapphire (Crimen al atardecer, Basil Dearden, 1959), aunque esta sea en color, Girl in the Headlines (Michael Truman, 1963) o Never let go (Hasta el último aliento, John Guillermin, 1960), y, por otro, sentir la manera en la cual prefigura el acre verismo de la tremenda The Sweeney, la serie policial británica definitiva. Emitida entre 1975 y 1978, titulada en España Veinticuatro horas al día e incluyendo dos largos para cine, Sweeney! (David Wickes, 1977) y Sweeney 2 (Tom Clegg, 1978), el protagonismo recaía en John Thaw y Dennis Waterman, y seguía el día a día de una brigada volante, The Sweeney en el slang londinense, con un estilo rápido, sucio y realista de acuerdo a la formulación del Noir Britannia de la magnífica década de los 70, convirtiéndose así en la contundente réplica televisiva de Get Carter (Asesino implacable, Mike Hodges, 1971).
En muchos aspectos, las marcas que diferencian Gideon´s Day de Gideon´s Way se deben tanto a su origen, un producto ejecutado desde fuera de Inglaterra y plenamente coherente con la tradición negra del país del que proviene, como a la misma evolución de las corrientes artísticas. En 1958 el impacto esencial del free cinema estaba en estado embrionario, mientras que en 1964 había rehabilitado el poderoso componente documental de la ficción británica. La superficie gentil y el humorismo relajado, aunque melancólico, del film de Ford componen una manera de ver la vida que poco tiene que ver con la urgencia, el feísmo y la violencia del cine criminal inglés en su vertiente contemporánea y policial.
Vida en tiempo de posguerra
Pero todo lo anterior no significa que Un crimen por hora no esconda una anglofilia secreta. Esta aparece a partir de una serie de elementos que no se encuentra exactamente en la escuela representativa de lo noir, que iba a imponerse desde finales de los 50 y que ya se había prefigurado en la inmediata posguerra en el llamado “spiv cycle” (2), sino en dos corrientes producidas por la fundamental Ealing. Por un lado, las películas de dignificación/loa a los policía que se pondrían en marcha a partir del éxito en 1949 de El farol azul (The Blue Lamp, Basil Dearden), la cual tuvo entre sus continuaciones a The Long Arm (Charles Frend, 1956); y por el otro, las comedias de “anarquismo controlado” desarrolladas desde la posguerra hasta finales de los 50. Entre ambas, y a modo de engarce irrompible con Un crimen por hora, la figura capital del guionista, novelista y ex –policía, T.E.B. Clarke.
Incluso, en feliz sincronicidad, Gideon´s Way aparece también conectada a Gideon´s Day, y todas ellas a la Ealing, por la figura de su actor protagonista, John Gregson. Y es que este sólido intérprete se nos revela asociado a algunos títulos tanto puramente Ealing como “a lo Ealing”, del tipo de Whisky a go-go (Alexander Mackendrick, 1949), Oro en barras (Charles Crichton, 1951), Los apuros de un pequeño tren (Charles Crichton, 1953) o Genoveva (Henry Cornelius, 1953). Así, Gregson viaja desde la comedia popular al policial serio.
Del mismo modo, Jack Hawkins podría verse como una importación hacia la distensión cómica (relativa), ya que provenía de un policial serio como The Long Arm, en el cual interpretaba a un proto-Gideon, o al menos a un seco inspector de Scotland Yard con problemas familiares y actitud implacable hacia el crimen. Gideon aparece, visto así, como una variación sobre un personaje que solo dos años antes de Un crimen por hora ya había quedado asociado a la figura del actor, y que representaba un paradigma distinto dentro del Noir Brittania. De este paradigma, El farol azul había sido punto cero, y la serie televisiva Gideon´s Way, una recuperación fuertemente matizada por ese tiempo pasado, entre el free, la crudeza y el documentalismo, comentados antes.
Cops & Robbers
Dearden y Relph entregan con El farol azul uno de los títulos clave de sus carreras, que, además, supuso un gran éxito comercial. Rodada en 1949 y estrenada a principios de los 50, nacía con el objetivo de responder a la imagen casi glorificadora y como poco carismática de los criminales del “spiv cycle”. La Ealing se adelantó con esta película a una nueva sensibilidad conservadora que iba a cristalizar con gobiernos sin pausa entre 1951, con Winston Churchill, hasta 1964, fin de mandato de Alec Douglas-Home. Con este advenimiento, tal y como escriben Anthony Aldgate y Jeffrey Richards en Best of British (op. cita 1) “el “pueblo como héroe” del tiempo de la guerra fue sustituido por la celebración de los oficiales y caballeros, héroes de la 2ª GM (…) De manera similar, las películas policiales se concentraron de repente en los oficiales, inspectores y superintendentes que eran encarnados por actores antes asociados a los oficiales y caballeros: John Mills (Tiger Bay, 1959; Town on Trial, 1957), David Farrar (Lost, 1955), Nigel Patrick (Sapphire, 1959) y particularmente Jack Hawkins, quien apareció en dos de los más significativos films policiales de los 50: The Long Arm (1956) y Gideon’s Day (1958).”
Se comprende entonces que la fórmula humorística de la Ealing languidezca a mediados de los 50, ya que el entusiasmo de posguerra y el triunfo laborista de Clement Attlee, en 1945, eran los factores sociopolíticos que habían animado aquella constante irreverencia. Síntesis ejemplar de sentido comunitario, orgullo de pertenencia y orgullo de la libertad, ordenada, pero libertad, que ni las bombas ni las cartillas de racionamiento habían podido borrar.
Para ese objetivo básico de dignificación, Dearden y Relph emplean al personaje icónico del bobby, el policía de a píe. Una figura reconocible y convertida en entrañable, representativa de un cuerpo y de una imagen que buscaba ofrecer al público la idea de cercanía y paternalismo. Jack Warner quedó tan adherido a este papel, que no solo protagonizó una suerte de secuela de I Believe in You en 1952, sino que también resucitó para una longeva serie de televisión emitida entre 1955 y 1976, Dixon of Dock Green.
Gracias a la sensibilidad de Dearden y al buen guión de Clarke, El farol azul resulta ser más que un film hagiográfico. Con el triste cartel pintado por el gran James Boswell -junto al no menos esencial Edward Bawden, los artistas que definieron la estética de la Inglaterra de posguerra hasta los 60, con enorme influencia sobre el noir, siendo ambos colaboradores de la Ealing-, la película es más un fresco social, de seco naturalismo, con el objetivo puesto en unos jóvenes perdidos, lumpenproletariat abocado al crimen, como el personaje que interpreta Dirk Bogarde. Y es que, si existe un neorrealismo británico, está aquí o en títulos como Siempre llueve en domingo (Robert Hamer, 1947), no en vano ilustrado también por un estremecedor cartel pintado por Boswell.
La unión de Warner y Bogarde provenía de un film un poco anterior a este, Boys in Brown (Montgomery Tully, 1949), una producción de la Gainsborough (más conocida por sus tortuosos dramas góticos) que retrataba un Borstal, esto es, un correccional carcelario que tomaba el nombre de la ciudad donde se situó el primer centro de estas características en 1902. El primero era un funcionario de ideas liberales enfrentado al sistema, y el segundo comenzaba a erigir su estrellato como chico conflictivo.
Años después, Dearden y Relph reincidirían en el planteamiento ambivalente de El farol Azul (glorificación sí; denuncia también; maniqueísmo ninguno) y en el conflicto de Boys in Brown con Violent Playground (Barrio peligroso, 1958), donde Stanley Baker era un rocoso agente juvenil y David McCallum un delincuente a redimir. Casi una década, entre unos títulos y otro, que demuestra que el free cinema no surgió por generación espontánea. No se puede disociar este movimiento del cañamazo (y la formación) documentalista de algunos de los cineastas que les antecedieron. Así, si Boys in Brown se localiza en un Borstal de 1949, Alan Sillitoe publicaría, en 1959, La soledad del corredor de fondo (adaptada al cine por Tony Richardson en 1962), en pleno alzamiento de los angry young men. De ahí a Borstal Boy, autobiografía del escritor irlandés Brendan Behan publicada en 1958, y de esta década hasta la feroz Scum (1979) de Alan Clarke, el sistema, abolido en 1982, y su representación, cubren un largo periodo de la ficción británica que puede, perfectamente, interrelacionarse. Aunque esto es otra historia para otro momento.
Viñetas populares
Philippe Pilard definía a la perfección, en el librito El cine británico, eso del encanto Ealing: “(…) un trasfondo realista, una situación anormal llevada hasta el absurdo, la descripción de una pequeña comunidad y una dosis de humor chistoso aunque con aspecto serio”. O en palabras de Michael Balcon, el jefe de aquel pequeño estudio de funcionamiento familiar: “Tomábamos a una persona, o a un grupo, y los dejábamos lanzarse sin pensarlo ante un problema irresoluble”.
El humor de la Ealing, más que una filosofía de vida, se forjó durante y tras la guerra. Es un canto a la resistencia, al ingenio, a la unidad y a la solidaridad de las clases populares. Un cine de clase, desafiante por nacer dentro de la sociedad más clasista y estratificada de Europa, que facilitaba un escape de la realidad de la posguerra sin negarla. Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, Henry Cornelius, 1949), por ejemplo, está rodado, como otros tantos de la productora, entre el estudio y unas calles medio derruidas captadas con la fidelidad de un paisaje natural; y esto es porque no hay otro, y porque toca contar la verdad de ruinas, cartillas de racionamiento y estraperlo. Como sucedió con el neorrealismo, la comedia británica de posguerra (y también el brit-noir) nace de la escasez de recursos convertida en virtud de estilo/discurso. Pimlico es un barrio del centro de Londres que se declara independiente a cuenta de un tesoro y un legado borgoñés, encontrados por culpa de la explosión accidental de una bomba de la aviación alemana.
Todo el film funciona como una doble metáfora. Por un lado, los habitantes del barrio son la propia Ealing: un pequeño grupo de profesionales y ciudadanos, entre pícaros y honestos, que se enfrentan con sus armas y su descaro al establishment, concitando la solidaridad popular; aunque al final reine la cordura y todo vuelva a su cauce. Por otro, simboliza la situación de los ingleses durante la 2ª GM enorgulleciéndose del ideal británico en tiempos de guerra.
Pese a que todos los rasgos de la Ealing como factoría de comedias se encuentran avanzados en la memorable cinta de esfuerzo de guerra Went the Day Well? (Alberto Cavalcanti, 1942) -que trata sobre la infiltración de un comando alemán en una pintoresca población británica- la primera comedia estricta que la factoría produjo tras la guerra, y que es una de las obras maestras de su legado, fue Clamor de indignación (Hue & Cry, 1947). Largometraje íntimamente relacionado con Un crimen por hora a razón de la figura de T.E.B. Clarke, guionista de ambas -y de El farol azul, no lo olvidemos-.
Clamor de indignación es una suerte de traslación de Emilio y los detectives al Londres en reconstrucción, en la cual un muchacho y sus amigos descubren una red en el mercado negro que utiliza un popular tebeo como medio de comunicación en clave. A la vez paródica y auténtica (el film supone la superación, vía humor, del ciclo spiv), está plagada de recursos ingeniosos, es sofisticada y, sin embargo, nada pretenciosa. Resulta una asombrosa colisión entre el naturalismo y expresionismo (lo mismo caricaturizado que usado con intención genuinamente siniestra), amén de un tebeo de aventuras juveniles que, respetando convenciones de todo tipo, sucede en un contexto inmediato y reconocible.
Clarke aporta el desarrollo de lo policial desde el punto de vista de los hombres del cuerpo y la comicidad popular. Una aleación de dos de los tres aspectos predominantes del film; el otro es genuinamente fordiano y sirve como argamasa del conjunto. Ambos ingredientes habían sido concebidos dentro de la Ealing, donde, como decía el crítico Raymond Durgnat: “mientras la mano izquierda producía comedias anarquistas, su mano derecha producía El farol azul, un panegírico del perfecto bobby”. No es exactamente así, como he tratado de explicar, pero queda cerca. En Un crimen por hora, John Ford parece recuperar aquello que le había prestado a la Ealing, dejándose influenciar, refrescar, por aquellos a los cuales él había influenciado antes.
Sobre ese guión de T.E.B. Clarke, con cambios respecto a la novela para aclimatarlo mejor a las intenciones del director, Ford desarrolla lo visto en el primer punto. Su querido no-estilo, su-no narración, es a la vez anticuado -por cuanto recupera todo ese mundo que viene desde los años 30- y moderno -el conjunto es muy rápido y fragmentario, bien puede decirse que bajo la influencia de la narración televisiva de la época, presente también en el Hawks de Río Bravo-; saltando sobre multitud de personajes y microhistorias cuya caracterización precisaba del texto. La elección de los actores y la sutileza de Ford definen psicológicamente en apenas un plano, o cuentan con una concisión y capacidad de síntesis admirables, a lo que habría que añadir una elaboración plástica en la cual pesan, de manera dramático-expresiva, los colores verde y rojo.
Canciones de fraternidad
El mundo fordiano y el mundo Ealing no estaban demasiado lejanos, especialmente esos Ford supuestamente menores cuya estructura parece viñeteada -llena de secundarios coloristas y situaciones serias tomadas a chufla o cómicas tomadas con la mayor seriedad, lo cual multiplica el efecto cómico- y cuyo estilo es poco sofisticado, cuando no tosco, siempre en apariencia. Las películas para Will Rogers o incluso esa obra maestra irlandesa que es El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) se pueden ver sin problemas en los rostros de los actores, en la disposición dramática del relato, e incluso en diferentes planos y encuadres abiertamente fordianos de Whisky a go-go o La bella Maggie (The Maggie, 1954). La arcadia céltica que pinta Mackendrick, con toda su idealización tamizada por la mirada siempre ambivalente de este genial creador, es vecina de la sureña y la irlandesa de Ford, al igual que estas lo son del pueblecito de Titfield (Los apuros de un pequeño tren) o del barrio de Pimlico (Pasaporte para Pimlico), levantados en rebelión incruenta contra el Estado por defender su derecho al nonsense.
Pero, de igual modo, esos rostros, esa vitalidad auténtica y algunos aspectos formales emanados de la necesidad de realismo impuesta por la posguerra y por la formación -el brasileño Cavalcanti o el mencionado ya Basil Dearden- o vocación –Robert Hamer o Alexander Mackendrick- documentalista, en su vertiente de testimonio sin adulterar, obligan a revisar de nuevo el origen del free cinema y situarlo cerca de piezas como Mandy (1952) o It Always Rains on Sunday (1947). Redondeando el círculo, Lindsay Anderson, uno de los ideólogos del free, siempre señaló a Ford como uno de sus tres directores predilectos, llegando incluso a dedicarle un libro; Sobre John Ford (1981).
Es célebre la anécdota relatada por el propio Anderson sobre cómo conoció a Ford durante la estancia londinense de este para rodar Un crimen por hora. Al realizarle una entrevista, que se prorrogó en una segunda, muy tortuosa, al parecer, debido al mal humor de Ford, pudo ofrecerle, de manera amistosa, asistir a una proyección privada de Everyday Except Christmas, un documental de estilo impresionista dirigido por Anderson sobre el viejo mercado del Covent Garden (un pequeño aparte para hacer notar que este escenario fue uno de los predilectos del anteriormente citado Edward Bawden durante la década de los 60; es decir, todo encaja). Ford se quedó prendado de los tipos, los ambientes, la naturalidad, la poesía de los actos prosaicos. Normal, era su misma poesía.
No es raro leer el nombre de John Ford asociado de una u otra manera a los trabajos free de Anderson, Tony Richardson o Karel Reisz. No debería sorprender, tampoco, verlo citado como influencia sobre Mackendrick, Crichton o Hamer. De la misma forma natural, habría que colocar los nombres de los primeros como continuadores, por otros medios, del legado de los segundos. Con Ford entre medias, si se quiere. No sería extraño verlos a todos en compañía, ofrecen lo mismo. Ofrecen algo que se tiene o no se tiene: autenticidad.
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Best of British: Cinema and Society from 1930 to the present, Anthony Aldgate y Jeffrey Richards, I.B. Tauiris & Co. Ltd., Londres, 1999.
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“Spiv” un vocablo de difícil etimología y traducción que definiría al criminal de medio pelo, bien vestido y especializado en las actividades derivadas del mercado negro.
Spivs serían clásicos como Waterloo Road, dirigida por Sidney Gilliat en 1945, con John Mills como soldado retornado y Stewart Granger como estraperlista de atildada elegancia (Gilliat fue pionero del spiv con el cortometraje humorístico, de producción Gainsborough, Partners in Crime, codirigida junto a Frank Launder en 1942), Dancing with Crime (John Paddy Carstairs, 1947), donde Richard Attenborough era un honesto taxista involucrado en actividades ilegales, o la magistral Brighton Rock (John Boulting, 1947), una producción de los gemelos Boulting sobre la Brighton, parque de atracciones de Graham Greene, y que es al tiempo culmen y superación del spiv. Posterior a ella, todavía responderían al molde London Belongs to Me (Sidney Gilliat, 1948), donde el joven Attenborough afianzaba su perfil de James Cagney inglés dentro de una historia ya escorada hacia la delincuencia juvenil, la frenética They Made Me a Fugitive (1947) de Alberto Cavalcanti, con Trevor Howard como veterano de guerra envuelto en el submundo criminal, y la memorable It Always Rain on Sunday (1947), un crudo melodrama rodado por el gran Robert Hamer para la Ealing con su habitual mezcla de géneros y su excepcional ojo para el retrato de personajes y ambientes; o la estilosa Noose (Edmond T. Greville, 1948), cercana a la comedia negra y con protagonismo para la importación norteamericana Joseph Calleia. Rasgos del ciclo spiv todavía se pueden ver en el Night and the City (1950), del refugiado del macarthismo Jules Dassin o en Pool of London (1951), otra producción Ealing con acento en el realismo social acometida por los especialistas Basil Dearden y Michael Relph. Incluso Never Let Go (John Guillermin, 1960) puede verse como una recapitulación feroz sobre los estilemas dramáticos, narrativos y ambientales, pero vistos ya desde la década de los 60.
https://novedadesmoderna.wordpress.com/2012/09/23/ford-de-londres-un-crimen-por-hora-cineclub-eci/
Magnífico artículo. Menudo repaso al policial británico usando como coartada, el también estupendo film de John Ford. El cine britanico está plagado de buenas películas policiacas, de detectives, negras o como se las quiera denominar. Citas varias como «Shaphire», inigualable; «It Allways Rain in Sunday», otra joyita; Hue & Cry, una de mis favoritas que a veces comparo (un tanto forzado, ya lo se) con «El ojo de cristal». Sigo animándote a una comparativa entre los diferentes cines negros de USA, Francia, Gran Bretaña y, por que no España. Un saludo y muchas gracias por estos sensacionales aportes.
Esa propuesta da para saga!
¿Este cine es para verlo con nocturnidad, detenimiento, premeditación y alevosía?
Ah, qué buena «Saphire», seguiré estos rastros, no siempre criminales.
Las comedias de la Ealing son mi debilidad personal.
Enhorabuena por este vivaz artículo, al grano y con gancho.
Y por los demás también, claro.
Cómom todo! Al menos en mi caso. Y mil gracias, caballero.