En mala compañía: Aristócratas del crimen

1. Ficción de lo inmediato

Uno de los aspectos más fascinantes del cine de gangsters en la frontera entre los 20 y los 30 es su cercanía a los hechos de la realidad. Los disparos y las entradas se solapaban, los mitos de la pantalla y las leyendas criminales, las de las calles, se confundía en un febril imaginario popular. El cine, en cierto modo, se convirtió en un periodismo que fusionaba urgencia, espectáculo y estilización.
En Aristócratas del crimen hay, de hecho, una secuencia sacada literalmente de los tabloides: esa donde Goldie Glorio martiriza con sus exigencias a un apocado sastre. Tal anécdota había sido recogida literalmente (o más o menos) por un periodista de Variety durante una visita al hotel donde se había instalado Al Capone. Como la historia no se repite, pero rima que decía Mark Twain, la secuencia y la nota de la revista son replicadas en la última temporada de Boardwalk Empire, serie histórico-criminal de HBO.

Glorio fue el gánster cinematográfico más cercano a la imagen periodística de Al Capone, más que el Little Caesar inmortalizado por Edward G. Robinson o que el Tony Camonte, psicótico, vesánico e incestuoso encarnado por Paul Muni. Con la elegante percha de Ricardo Cortez, judío neoyorquino pese a su equívoco nombre artístico, Glorio era una versión glamourosa y atractiva, sexual incluso, de Capone. La película de Garnett, basada en otra obra interior e igualmente urgente, la novela de Jack Lait “Put on the Spot”, era un relato fidedigno, e incluso original, de los últimos días de un gangster consumido por la paranoia, el narcisismo y los delirios de grandeza que convierte la planta de un hotel de lujo en una corte para la moderna realeza norteamericana.

El espacio claustrofóbico es un usado por Garnett en la construcción de un progresivamente paroxístico clima delirante, que desemboca en el formidable asalto armado final. También en la creación de una galería de tipos colorista y peligroso, una corte de los milagros de la cual emana un contaminante, tóxico, encanto de corrupción y extraña alegría de vivir…al límite.

La otra singularidad de Aristócratas del crimen radica en su empeño en mostrara que la corrupción no es patrimonio de grupos de exaltados, de gangsters y criminales profesionales, sino un estado de las cosas; incluso un modo de ser norteamericano.

Helen King, hija de buena familia, penetra en la sombras, en la tramoya del mundo en el que vive y se ha criado, para comprobar horrorizada el funcionamiento del mismo, sus despiadados mecanismos. Su joven pretendiente, un triunfador, no es otra cosa que un abogado del crimen organizado, y su propio padre principal rival de Glorio. Ella es, simbólicamente, la inocencia rodeada por la depravación; una depravación que la anuda cada vez más cuando Glorio se encapricha de ella y, de nuevo la corte, de nuevo la realeza, propone al padre un genuino matrimonio de estado: un tratado de paz.

El mundo se empequeñece, parece decir Garnett a través de una historia que comienza en mar abierto, en una fiesta de jóvenes hermosos y despreocupados, y termina en una habitación de un hotel entre violencia, locura y muerte.

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2. Hombre malo, hombre rico

Todo empezó durante el periodo silente, en mitad de la época de la Prohibición donde los contrabandistas y distribuidores de alcohol ilegal escalaban en lo que, en un futuro, iba a ser el crimen organizado: de los bootleggers y racketeers al Crime Inc.

Fue Joseph Von Sternberg con La ley del hampa (Underworld, 1927) quien primero se acercó (bien, en realidad fue David Wark Griffith con sus llamados slum melodramas, equivalente cinematográfico a las historias recopiladas por Herbert Asbury en sus Bandas de Nueva York, pero la intención y tono eran otros) a esa realidad que, como digo, sintetizaba en el inmediato los periodístico y los mítico: la imagen real y la imagen romántica.

Rápida y violenta, vívida y urbana, ofrecía en su retrato del gánster bruto y arrogante encarnado por George Bancroft un retrato (y un relato) del enriquecimiento fulminante y amoral del periodo muy diferente de los pulps perversos y tortuosos en los que se había especializado otro actor del periodo como Lon Chaney, como The Penalty (Wallace Worsley, 1920), The Unholy Three (Tod Browning, 1925) o The Blackbird (Tod Browning, 1926).

La irrupción, fulminante, del sonoro cambió en juego y favoreció la creciente fascinación del público por el criminal y sus historias. Como sucedió con el western, la posibilidad de oír los disparos, los coches, la vida urbana en sí misma revolviéndose en la pantalla como reflejo de la que se experimentaba fuera de ella, precipitó todo un ciclo sobre gangsters.

El estilo oscilaba entre lo reporteril, la novela de kiosko y el abierto delirio. Su naturaleza era desafiante, porque se movía en el peligroso filo de la glorificación. Aquellas figuras más grande que la vida fascinaban al público con su modo de vida basado en el tomarlo todo y tomarlo ahora, con un hambre tan voraz que, obligatoriamente, conducía a la autoconsumición violenta tanto en la realidad como en las películas.

La autoridad censora, la por aquel entonces meramente consultiva oficina Hays, se vio sobrepasada por las notas de disgusto y la preocupación general de las gentes bienpensantes (que siempre hay alguna) a cerca de la rampante amoralidad que estas películas reflejaban. Cierto era que el destino de los protagonistas solía ser fatal pero la urgencia, la vitalidad y la opulencia casi grotesca de unos tipos que tomaban el mundo y la vida por el pescuezo chisporroteaba en la imágenes vigorosas de todas aquellas películas. En el caso particular de Aristócratas del crimen, que conoció un par de títulos de trabajo como The Gangster’s Wife y The Mad Marriage, losd mayores problemas tuvieron que ver con el personaje del novio de la heroína. La oficina Hays recomendó que no se lo mostrase armado hasta las últimas escenas y que se incidiese en su repulsa de la vida criminal y su firme disposición de abandonarla.

Otros elementos preocupaban por igual de este ciclo eran la violencia cada vez más gráfica, la crudeza sexual, o la exaltación del dinero, que en el caso de la espléndida Quick Millions (1931) del izquierdista Rowland Brown, eran una feroz crítica al capitalismo de unos personajes que eran, precisamente, el capitalismo norteamericano llevado a su extremo. En pocos años, acorde a la velocidad del momento histórico, la pantalla criminal americana reciclaba los titulares en películas como The Doorway to Hell (Archie Mayo, 1930), El enemigo público (Public Enemy, William Wellman, 1931), Las calles de la ciudad (City Streets, Rouben Mamoulian,1931), Blood Money (Rowland Brown, 1933)…Pero también comenzaba peligrosamente a cuestionar el sistema y sus instituciones como en El presidio (The Big House, George Hill, 1930), El código criminal (The Criminal Code, Howard Hawks, 1931), Soy un fugitivo (I Am a Fugitive From a Chain Gang, Mervyn Le Roy, 1932), Veinte mil años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing, Michael Curtiz, 1932) o Hell’s Highway (Rowland Brown, 1932).

La entrada en vigor definitiva (y activa) del Código Hays en 1934 finiquitó el contexto ideal para un cine criminal alimentado de realismo que había empujado los límites del pre-Code todo lo que pudo. Tal vez G-Men, contra el imperio del crimen (G-Men, William Keighley, 1935) donde el bad guy por antonomasia, el enemigo público, James Cagney se cambiaba de bando y reforzaba a las abnegadas fuerzas de la ley fue el título simbólico que dio paso a otro periodo de defensores de la ley y criminales arrepentidos. En 1939, la obra maestra de Raoul Walsh Los violentos años veinte (The Roaring Twenties) recapitula con estilo épico tanto un periodo de la historia general como un cine que fue posible.

3. Garnett, Tay

A Tay Garnett se le recuerda por una película. Lo cierto es que es una de esas tan perfectas, tan redondas que tampoco hay que extrañarse. Me refiero, claro, a El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946). A las piernas de Lana Turner y al rostro de John Garfield, síntesis estética y física, estilo y cuerpo de lo que significa el cine negro convirtiendo en fascinante imaginario de Hollywood la sórdida novela de James M. Cain.

Garnett ha quedado esclavizado por su obra maestra, pero hay más. Trabajó incansablemente desde 1924 a 1975 y cuando durante la caída del Sistema de Estudios que a mediados de los 50 dejó a la intemperie a los cineastas especializados en la serie b, no dudó en refugiarse en la televisión. Lo que contaba era trabajar, dirigir. Hizo melodramas y comedias, películas de aventuras, cine criminal urbano, cine bélico…tuvo grandes éxitos como La cruz de Lorena (The Cross of Lorraine, 1943) o la versión para Bing Crosby de Un yanqui en la corte del Rey Arturo (A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court, 1949) y puso en escena extravagancias del tipo S.O.S. Iceberg (1933), coprotagonizada nada menos que por Leni Riefenstahl.

No tuvo marcas de autoría y tal vez por ello permanece al fondo de la cola de las reivindicaciones. Lo que distingue sus películas, lo que de algún modo las personaliza, es la energía de las mismas. Garnett era un director vigoroso, un narrador rápido y un cineasta del movimiento. El estatismo estaba desterrado de su cine. Y aquí encontramos su otro gran momento en la deriva histórica del lenguaje del cine. Tay Garnett, tal y como Martin Scorsese expone en su fundamental serie documental A Personal Journey (A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies, 1995) reintrodujo el movimiento en el cine norteamericano.

Cuando en el cambio del silente al sonoro los equipos de filmación y sonorización se hicieron tan grandes y pesados que desplazar la cámara era una entelequia o un esfuerzo titánico, la imagen flotante y audaz de los últimos años 20 pareció petrificarse en un teatro filmado, de frontalismo medieval o tableaux vivants. El nuevo lenguaje hollywoodiense, la famosa cámara invisible se configuraba en esos momentos. Tay Garnett, en cambio, era un creyente en el movimiento. En 1930, el melodrama portuario Her Man se rebela contra la parálisis de las equipaciones técnicas y despliega una panoplia de travellings y grúas que serpentean precediendo o persiguiendo las idas y venidas de los protagonistas por el abigarrado escenario del puerto y los bares. En Her Man todo es movimiento: los actores, los extras, la cámara…un desafío tanto a las convenciones como a las limitaciones, un ensanchar las posibilidades del lenguaje que, como el conjunto de la carrera de Garnett permanece en la oscuridad.

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