El eco del tiempo: La última orden. Von Sternberg contra América (Cap. 2)

 

 

 

  1. Al ser una autoridad distinguida de Hollywood, me resultaba  mucho más difícil describirlo sin los consiguientes toques de realismo. Me gustaba más la Revolución Rusa, porque me proporcionaba la libertad necesaria para usar solo la imaginación” Josef Von Sternberg.  Diversión en una lavandería china. Memorias.

 

La ficción es un caleidoscopio que nos devuelve nuestro propio ojo. Cuando uno entra en ella corre un peligro similar al de los espías atrapados en guerras de espejos. Lo real se disuelve entre simulacros e imágenes rebotadas. La inmersión que Von Sternberg propone en La última orden, metaficción antes de que semejante concepto fuese planteado, profundiza más allá del “cine dentro del cine”. Más allá de los ribetes pirandellianos que puede ofrecer en sus últimos veinte minutos. El Gran Duque Alexander es una recreación viviente, la imagen de una idea dada, tanto desde dentro como desde fuera de la ficción, por tres responsables; dos reales, Josef Von Sternberg y el mercurial Emil Jannings y otro recreado, el falso director ruso Andreyev, al cual interpreta William Powell, a su vez trasunto del mismo Sternberg.

La película es la gran puesta en escena de sucesivas puestas en escenas. Un encadenado de ficciones. La metáfora de los espejos toma cuerpo desde el momento en el cual somos introducidos en el largo flashback mediante la imagen reflejada de Jannings, avejentado y comido por la perlesía. Del mismo modo, ese reflejo nos devuelve a la realidad del Hollywood de 1928.

Hay una especie de encantamiento en ese espejo que le permite a Von Sternberg sumergirse en una Revolución Rusa imaginaria. Es un elemento esotérico que bien permitiría acercar el sentido del cine de este director a una concepción mágica del mismo. Su obsesión por los objetos, de índole fetichista incluso, como medios narrativos, también tiene un algo de taumaturgia. Antes del espejo, una pequeña medalla que el Zar regaló al Duque anuncia el pasado, lo invoca.

En el cuerpo central del film aparecen ya revelados componentes delirantes, eróticos, folletinescos y psicológicos que conocerán ampliación en su ciclo de películas junto a Marlene Dietrich; la primera de ellas El ángel azul (1930), en la que comparte protagonismo con un Emil Jannings de parejo patetismo al aquí exhibido -es oportuno recordar aquí que, por La última hora, Jannings obtuvo el primer Oscar de la Academia al mejor actor en 1928-. Aun así, durante su época silente, Von Sternberg no saltará por completo al abismo del cine-delirio, manteniéndose en los márgenes del melodrama, enriquecido por toda una serie de sofisticados componentes narrativos de carácter experimental.

Si Von Sternberg abominaba de la realidad era para crear una propia: la de la imaginación. Para el cineasta, en su profundización en la abstracción barroca (una de las múltiples características compartidas con… Sergio Leone) la imaginación es otro plano de la realidad. Un mundo tan válido como el tangible, ya que pertenece por igual a la experiencia vital. En el momento en el cual, y tanto da la consciencia o inconsciencia, estamos imaginando algo, soñando con algo o recordando cualquier cosa del pasado, para nosotros es perfectamente real. La memoria es un material extremadamente dúctil y pregnante. Cuando recordamos, reinventamos; imaginamos y construimos a medida una realidad formada por préstamos, esbozos tomados de otros, imágenes que hemos visto y a su vez manipulado… la memoria es una película; una ficción que durante el momento del recuerdo es real. Y es real porque la conforman experiencias. La memoria y el cine comparten un doble naturaleza mágica: la de fabricar la realidad y la de influir sobre ella.

Así, el recuerdo de una experiencia, su reconstrucción memorístico-imaginaria, se convierte en una experiencia por sí misma, más real incluso que la vivida, capaz de matizarla o hacérnosla comprender al poder ser manipulada/vista desde multitud de ángulos. El caleidoscopio en el ojo, de nuevo. El cine es un ojo mecánico, o una moviola-ojo, capaz de perpetuar y reproducir el recuerdo y la imaginación. Un simulacro de memoria sostenido por medios antinaturales, objetos y procesos que, en muchos aspectos, resultan por completo fantasmáticos e incomprensibles para el profano, una fusión mística de tecnología y nigromancia.

Más claramente expresado, y directamente aplicado sobre La última orden, por Sybil DelGaudio en su excelente Dressing the part: Sternberg, Dietrich, and Costume: “(…) le ofrece a Sternberg la oportunidad de yuxtaponer “verdad” (la memoria subjetiva del pasado) contra ilusión (la interpretación hollywoodiense de la verdad). La película dentro de la película le permite a Andreyev un entendimiento mejor de la historia a través del medio ilusorio del cine, y termina por condolerse con el patriotismo del anciano moribundo, algo que no podía “ver” mientras se encontraba involucrado en la verdadera Revolución. Aquí Sternberg explora la, a menudo engañosa, naturaleza subjetiva de la realidad en contraste con la capacidad del cine para crear su propia ilusión de realidad. De hecho, Sternberg siempre estuvo más interesado en la clase de verdad que el cine podía ofrecer de lo que lo estaba en la realidad misma, y a menudo expresaba su desdén hacia “el fetichismo de lo auténtico”.”

 

  1. Estaba totalmente decidido a hacer películas como quería o renunciar a ello, actitud muy singular, lo reconozco, para cualquiera que poco antes hubiera aceptado mantenerse en cualquier tipo de trabajo. Josef Von Sternberg. Diversión en una lavandería china. Memorias.

 

La última orden es, desde dentro y desde fuera de la pantalla, una factoría de imaginaciones y recuerdos, además de un manual de disposición especular de los elementos dramáticos y un film levantado sobre la puesta en escena de sí mismo. El simulacro, el artificio y la reinterpretación, de lo real o lo recordado, como bases para alcanzar una verdad de orden superior.

Las escenas duplicadas/equivalentes atraviesan todo el metraje, creando una armonía narrativa que empapa al espectador remitiéndole de un lugar a otro del relato. La simplicidad y la sofisticación conviven dando idea del grado de desarrollo al cual el cine había llegado a la altura de 1928, muy poco antes del punto de ruptura que significó la aparición del sonoro. Literalmente, una refundación del medio hasta el punto de que podría hablarse con cierta audacia de dos medios diferentes, que comparten rudimentos, técnicas y recursos, pero cuya naturaleza última diverge, tal y como lo hacen hoy la televisión y el cine, por más que ambos interactúen en una intoxicación de ida y vuelta, a veces beneficiosa otras, no tanto.

En primer término, toda la película es un gran espejo donde las ficciones, el recuerdo y la película, rebotan en un pasillo infinito, el cine dentro del cine, el recuerdo reconstruido/matizado. En ella, un director ruso, Lev Andreyev, filma una película sobre la Revolución del 17 que corresponde a su propio exorcismo vital con respecto a los recuerdos de su pasado. A su vez, el bloque central del film es el recuerdo de un viejo general de sus experiencias durante la susodicha Revolución. Dos sublimaciones del pasado y dos películas; la que se nos proyecta y la que vemos elaborar desde fuera (y que, al mismo tiempo, está dentro de la primera, como si de dos niveles se tratase).

Sternberg llegará a fusionar literalmente, mediante encadenados, los dos planos -la “película-recuerdo” y la “película dentro de la película”- durante el clímax. La reproducción de una batalla en las trincheras no se diferencia para el Duque del asalto en la estación, que supone el momento cumbre de todo el metraje, y la línea de la percepción se quiebra: lo alucinado se encuentra entonces en el mismo plano que lo físico. Las ficciones colisionan, de modo que la yuxtaposición que comentaba Sybil DelGaudio se hace efectiva en pantalla, creando un efecto de trance que se correspondería visualmente con el estado totalmente ajeno a la realidad que en el momento experimentan los protagonistas, involucrados en una catarsis lograda en base al lenguaje del cine silente.

Sternberg representa el plano de la ficción, correspondiente a la reconstrucción de la filmación de la película, con una mixtura de vulgaridad, exceso y estado de duermevela, que resulta exacerbado según el Duque se vaya invistiendo de sus viejos atributos. La medalla, como decía antes, es el primer paso en su vuelta al pasado. A través del objeto se produce la metamorfosis.

En una formidable secuencia presidida por un travelling lateral, uno de los muchos y brillantes movimientos de cámara que el cineasta regala a lo largo de un metraje vibrante en lo formal, se nos presenta al viejo Duque en medio de una marabunta de extras  que hacen cola y se pelean por recibir el petate con su ropa. La cámara sigue desde dentro del almacén al protagonista mientras se mueve de ventanilla en ventanilla recibiendo botas, uniforme, gorra y armas… todo en un amasijo informe. Como él mismo, que de momento es un hombre arrugado en cuerpo y espíritu. Cuando en los últimos veinte minutos, durante los que se retorna el presente hollywoodiense, el Duque se vista con un uniforme idéntico al suyo, el personaje parecerá regresar del pasado y la sensación de extrañamiento se multiplicará.

En un momento dado, uno de los asistentes de dirección coloca una serie de medallas, equivocándose en la disposición de una. El Duque la recoloca en el sitio correcto diciendo que es así como se pone, que él lo sabe bien por haber sido general. El malcarado tipo del estudio se la quita, la devuelve al lugar original y le replica que él sí que sabe de Rusia, ¡para eso ha hecho más de veinte películas rusas! Será Andreyev, al verlo luego uniformado, quien ponga la medalla en el lugar correcto, asumiendo la necesidad de llevar la pantomima al extremo para que el encantamiento funcione. La fusta con la cual en el pasado le cruzó la cara y el fastuoso abrigo de piel completarán el retorno del Gran Duque Sergius Alexander.

Es curioso que en Verano de corrupción (Apt Pupil, Bryan Singer, 1998), una venenosa adaptación de Stephen King sobre el proceso de fascinación entre un muchacho y su vecino, anciano oficial nazi, el uniforme cumpla un proceso homologable, aunque de aristas siniestras y no románticas. Cuando el chico obliga al viejo militar, un Ian MacKellen genial, a ponerse su uniforme, despierta a una bestia que ya no podrá controlar y el juego de dominio-poder da un vuelco. No se trata de esto exactamente en La última orden, pero sí que la obsesión de venganza de Andreyev -lograr matar en la ficción a su enemigo en la realidad, haciendo que la imaginación restañe heridas de lo vivido- termina por volverse en su contra, al ofrecer al humillado oficial la posibilidad de convertir su patetismo en dignidad. Al final, ambos se reconcilian con sus fantasmas en un lugar fantasmal: un plató de cine.

 

  1. La película representa un estado transitorio, un arreglo entre el realismo estilizado y el mundo autocontenido de los próximos filmes de Von SternbergThe Parade’s Gone By, Kevin Brownlow.

 

Si esta disposición, basada en la repetición de motivos, soporta el conjunto no es porque se sustenta en pilares maestros, sino porque el peso se reparte en una estructura fractal donde las partes replican al todo. Así, si la película se abre con William Powell, Andreyev, reconociendo entre las fotos de los extras para su nueva producción, ambientada en la Revolución Rusa, a su viejo enemigo el Duque Sergius Alexander, Emil Jannings, veremos durante el flashback a este último inspeccionar fotos de bolcheviques y encontrar entre ellas la de Andreyev. Si el Duque pasa revista a sus hombres, el director hará lo mismo con los extras, y así en multitud de detalles –por ejemplo, echarse el humo a la cara con desprecio-.

La cola de los extras amontonándose tendrá su réplica en los rusos que se hacinan en las calles corriendo ante la llegada del Duque. Si Emil Jannings aparece ido y zarandeado, en la secuencia de la recogida de la utilería, por una masa enfurecida es porque ese momento anuncia otro que sucederá más adelante en la película, pero más atrás en el tiempo, durante el cual se verá devorado por una masa bolchevique que asalta el tren en el que viajan él y su amante junto a otros despreocupados oficiales.

Esta larga secuencia de la toma del tren condensa toda la fuerza del film. Resulta a la vez alucinada y brutal, cerebral y física, barroca y estilizada. Además tendrá, claro, su réplica durante el clímax. Jannings ofrece aquí lo mejor de su repertorio, vaciando su máscara de actor en un ejercicio introspectivo estremecedor. Perdido en algún lugar lejano, no reacciona a las humillaciones, logra transmitir el vacío absoluto, el estado de shock por la traición de su amante, que por salvar sus vidas simula su antigua fiebre revolucionaria y comanda a la masa contra él.

Toda la ella está imbuida del tono delirante, enloquecido, de lo mejor del futuro cine sonoro del realizador. En un instante genial, el Duque desciende del tren envuelto en su abrigo de cuello de piel. Se enfrenta solo a la masa y, de pronto, un viento se levanta. La cámara toma el descomunal cuerpo de Jannings desde atrás, el aire mueve el pelo del abrigo y el actor avanza contra una turba que retrocede atemorizada. Parece un león mitológico, más que un hombre. Entonces, cuando Natalia nota que el encantamiento está a punto de romperse, salta al lado de los bolcheviques y los dirige con fiereza gritando que es mejor tomar el tren y llevarlos a Petrogrado para su ejecución, en lugar de lincharlos allí mismo.

En realidad, lo que se produce es otro simulacro, otra ficción dentro de la ficción principal. Una interpretación de la traición, no la traición misma. Si primero Natalia se finge enamorada del Duque para poder acercarse a él y asesinarlo (Sternberg resuelve el intento frustrado mediante, cómo no, un espejo: un barrido de cámara nos muestra a Natalia apuntando con una pistola al Duque, que ve toda la escena reflejada; ella aparece duplicada en la imagen, desvelando el doble juego, y también el Duque, que, habiendo visto el arma, finge desconocer las intenciones de la mujer, interpretando entonces él su papel de amante rendido), luego, ya enamorada de verdad, fingirá la traición para poder ganar tiempo y salvarlo.

Tal personaje femenino es interpretado por Evelyn Brent, a quien Sternberg recupera desde La ley del hampa para transformar la vulgaridad de aquella Feathers en un rostro afilado, grave y penetrante. Todavía repetiría con ella en The Dragnet (1929), prefigurando en muchos aspectos la inminente relación creador-criatura que establecería con la fascinante Marlene Dietrich a partir de El ángel azul (1930). Su Natalia Dabrova en la presente película supone una heroína trágica, con sugestivos apuntes sadomasoquistas muy propios del universo de Sternberg, y a partir del cual bien podrían  modularse otras tantas  mujeres enamoradas de su enemigo hasta el punto de sacrificarse por él, sin importarle degradaciones o traiciones. Por ejemplo, la maravillosa Carice Van Houten de El libro negro (Zwartboek, Paul Verhoeven, 2006) o de la entregada Wei Tang de Deseo, peligro (Se, jie, Ang Lee, 2007), por circunscribirnos al cine del presente.

En Notas sobre lo camp, Susan Sontag escribe que “Lo camp es arte que quiere ser serio, pero que, sin embargo, no puede ser tomado enteramente en serio porque es «demasiado».” Dentro de este catálogo de “lo camp” incluye la serie de películas que Sternberg rodó con la Dietrich, pero bien podría incluir también esta. Es cierto que aquí hay tragedia, lo cual la haría incompatible con el espíritu “camp”. Pero, siguiendo con Susan Sontag, aquí ya encontramos “una concepción del mundo en términos de estilo; pero de un tipo particular de estilo.” Pero, sobre cualquier cosa, una pasión por el artificio preside ya La última orden. Esa construcción especular, esa puesta en escena de la que hablo a lo largo de este texto, es artificiosa; son artificiosos los personajes, el vestuario, la reproducción de época y de Hollywood, la narrativa misma es artificiosa… todo eso teniendo en cuenta lo ya comentado de que Sternberg despreciaba “el fetichismo de lo auténtico”. Cuando vuelva a Rusia, en el sonoro y con Marlene Dietrich en la prodigiosa Capricho imperial (1934),  lo que aquí es tímida estilización, allí será desbordante hipérbole.

 

  1. La aristocracia rusa que llegó a Hollywood no tenía profesión alguna. Solo buenos modales y buena ropa. Y por eso se convirtieron en extras. Eran lo que la gente llamaba “extras de vestuario”. Esta gente sacaba más dinero, naturalmente. Gente de verdad interesante con la que tratar en comparación con nuestra basura, ya sabes, otros actores”. Leonid Kinskey (actor) en Russians in Hollywood. Hollywood’s Russians: Biography of an image. Harlow Robinson.

 

Sternberg comenta en su libro de memorias que La última orden parte de una buena idea que no le pareció tan buena en su momento. Él mismo la recogió y puso en marcha, aunque comenta, en el mismo libro, que aparece acreditado en el film Lajos  Biro -periodista y dramaturgo húngaro que había ocupado diversos cargos en los gobiernos de su país durante los 10 y entonces refugiado en Hollywood- por figurar en la nómina de Paramount, pero, a decir de Sternberg, no realizó función conocida alguna en el libreto, o, al menos, este no quiere reconocérsela. Que todo puede ser.

Por su parte, el biógrafo de Ernst Lubitsch, Scott Eyman, da una versión más colorista de la historia. En ella explica que el cineasta alemán reconoció al propietario del restaurante Double Eagle, de Sunset Boulevard, entre los extras de su obra El príncipe estudiante (1927). Theodore Lodi, como se le conocía, era en realidad el general del Gran Imperio Ruso Fiódor Lodyzhensky, uno de los muchos nobles que ponían la nota de autenticidad rusa o centroeuropea en las películas. Le cuenta la anécdota a Emil Jannings, que acababa de llegar a Hollywood importado como el más prestigioso actor alemán de su época. De esa manera, la historia corre por los pasillos de la Paramount y termina convertida en un borrador que Lubitsch no tiene interés ninguno en dirigir. Es probable que si Lajos hizo algo fue darle forma a ese borrador, ya que había sido acreditado antes en otros trabajos del comediógrafo.

Así, el film presente, pese al empeño de su realizador por abominar del realismo, parte de la constatación, maliciosa, de una realidad; la presencia de los rusos blancos expatriados en el Hollywood de los 20. Todo lo cual añade otro espejo más al laberinto. No solo eso. Se inscribe en un ciclo de películas “rusas”, de ahí el comentario malévolo del ayudante de dirección antes expuesto, que causaban furor en el Hollywood de los últimos 20, el cual se sentía atraído por el exotismo orientalizante de lo ruso, expurgado, eso sí, de cualquier carga político-ideológica. Para el oropel de Hollywood, la Revolución es una fotonovela romántica.

Títulos como Resurrection (Edwin Carewe, 1927), donde un príncipe ruso se enamora de una muchacha campesina o Mockery (Benjamin Christensen, 1927), con un Lon Chaney que pasa de campesino a bolchevique y de ahí a mártir en Siberia, se circunscriben a esta moda. Solo en 1928 se rodarán Adoration (Frank Lloyd), escrita precisamente por Lajos Biro, un melodrama al servicio de Billie Dove contando las desgracias de un príncipe y su esposa malviviendo en París. También The Red Dance (Raoul Walsh), a mayor gloria de  Dolores del Río como una campesina enamorada de un Gran Duque, The Tempest (Sam Taylor), escrito por el co-fundador del Teatro del Arte de Moscú, V.I. Nemirovich-Dantchenko, en la cual John Barrymore interpreta a un campesino que hace carrera en el ejercito zarista, pero cae en desgracia a causa de su origen humilde, hasta que llega la Revolución donde se implica con los bolcheviques para terminar salvando de estos a la princesa de la que siempre estuvo enamorado; o The Scarlet Lady (Alan Crosland), con la misteriosa star Lya De Putti, una auténtica húngara, como enamorada del príncipe Nicolás.

Estas películas partían de un más o menos idéntico esquema que admitía variaciones o excesos según el gusto/talento de sus responsables. Básicamente, se optaba por el molde de la historia de amor imposible entre un/una bolchevique y una/un ruso blanco zarista. En la superficie, Sternberg respeta esta convención. Pero lo que pretende realmente es deconstruir, desde dentro, la fórmula mediante una mirada metaficcional y folletinesca al mismo tiempo. La reformula de modo sofisticado, adquiriendo ese componente camp, sí, pero también el otro elemento posmoderno, por anticipado, del conjunto: la autoconsciencia.

Por un lado, la distancia le permite una mirada malévola sobre el Hollywood circundante, pero por el otro, no desactiva la emoción del relato, sino que, reconocida la superficialidad del mismo, le permite profundizar en sus recovecos más tortuosos -la relación entre el Duque y Natalia- desde posiciones estilizadas. Pese a que puede recordarlo, el retrato de la nobleza y los militares, levemente satírico, pero amable en el fondo, nada tiene que ver con la visión dionisíaca, violenta y fascinada de un Erich Von Stroheim. Aquí hay apuntes de interdependencia, quizás malsana, quizás redentora, levemente sadomasoquista y sutilmente sacrificial, pero en absoluto se alcanza el tono sadiano de Stroheim y sus fantasías decadentistas del Imperio Austrohúngaro. Sternberg no busca lo grotesco en su historia, sino manipular una serie de convenciones para conseguir un constructo que, pese a tener su mecanismo a la vista, siga conservando la inocencia.

 

Publicado como cuadernillo en la edición en DVD de La última orden en la colección «Los imprescindibles».

 

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