El extranjero: Quiero la cabeza de Alfredo García

Cada vez que veo Quiero la cabeza de Alfredo García pienso lo mismo: ¿cómo puede alguien seguir haciendo películas después de esto? ¿Cómo pudo Sam Peckinpah seguir con el cine después de haber abrazado el abandono total?

Quiero decir, no solo industrialmente -¿quién pudo arriesgarse financiar aquella desesperación?- sino física y moralmente: ¿cómo un hombre puede asumir esa desesperación?

Peckinpah venía sangrando por el costado, herido de muerte, tras su batalla perdida contra la MGM en Pat Garret & Billy the Kid y fu su amigo Martin Baum que logró encontrarlo un espacio aparte en la United Artist. Pudo volver a México, cruzar la frontera como un fugitivo y hacer su película y la de nadie más. Quiero la cabeza de Alfredo García es la nausea del Peckinpah post-Pat Garret, su malestar destilado en visceral obra cinematográfica.

Todo partía de una idea del guionista Frank Kowalski que Peckinpah terminaría pro desarrollar junto a Gordon Dawson, ambos viejos amigos y colaboradores ya en La balada de Cable Hogue. La idea, decía, era muy simple: una gente quiere a un hombre, pero ese hombre ya está muerto, así que un aventurero americano intenta aprovecharse. El argumento es como el de una novela pulp salvaje, enriquecida por el ambiente fronterizo, los viejos patriarcas y los matones americanos. Algo de Richard Stark, algo de Elmore Leonard, algo de Mickey Spillane. Peckinpah lo toma y lo transubstancia. El método es el paroxismo, el camino es el del nihilismo.

Lo alucinado –el elemento mítico-quimérico-, lo lúcido subconsciente –el suicidio asistido- y la ética del western – la recuperación de la dignidad/la justificación vital-.

Todos son aspectos familiares a su poética, en especial lo fronterizo como estado vital y moral, que ya habita aquí la totalidad del metraje. Está en Grupo salvaje y duele en Pat Garret & Billy the Kid. Hay una historia de amor que justifica todo que es la inversión de la ternura absoluta de la de Stella Stevens y Jason Robards en La balada de Cable Hogue. Tal vez porque esto no es una balada, sino un réquiem. El romanticismo es el último refugio, pero este termina en una tumba en mitad de México.

Bajo un árbol, mientras se pasan una botella de tequila, Elita le pregunta a Bennie si alguna vez ha pensado seriamente en casarse con ella. Bennie contesta sí y ella replica que entonces por qué nunca se lo ha pedido. “No lo sé, pero lo hago ahora”. Dice Bennie

“- Bueno, pues pregúntamelo.

-¿Quieres casarte conmigo?”

Y entonces los dos se echan a llorar. Abrazados como si cada uno fuese lo último que quedase en un mundo al borde del apocalipsis. Y en verdad lo está. Ninguno de los dos actores parece completamente sobrio en ninguna de sus escenas y, en verdad, todos los actos de sus personajes parecen guiados por el entusiasmo y la neblina alcohólica. Actos insensatos. Actos de desesperación. La sensación es la de una película incansable, poseída por un instinto de muerte insaciable. Donde otras se paran, Quiero la cabeza de Alfredo García y Peckinpah en ella, sigue y sigue; cada vez más al fondo.

Elita es la santa puta, tal vez como Bennie es el santo de los asesinos. Toda la película tiene una extraña cualidad religiosa, de auto sacramental bárbaro. Ella se sacrifica para que él pueda elevarse. Cuando mata a los moteros no lo hace para salvarla a ella, sino a sí mismo porque, en realidad, Elita no necesita ser rescatada. «En la siguiente escena, Bennie se lleva a Elita a un motel para pasar lo que queda de noche. Al encontrarla sentada en la ducha y llorando, Bennie se sienta junto a ella y le dice, por primera vez sin que ella se lo pida: “Te quiero”. Por fin se ha comprometido con ella de manera total, y es por lo tanto mucho más vulnerable por su causa de lo que él mismo se da cuenta. Esto es lo que hace que Bernnie sienta una obsesiva necesidad de vengarse cuando matan a Elita» (Garner Simons, Sam Peckinpah. Vida salvaje)

En el guión original, Bennie sobrevivía y se marchaba de la hacienda con la cabeza y el dinero, escapando hacia la puesta de sol como Steve McQueen y Ali McGraw en La huida. Pocos días antes de rodar la secuencia del tiroteo final, Peckinpah y Dawson decidieron que no, que Bennie no podía salir vivo de allí. Pero en su muerte no hay el heroísmo romántico de Grupo Salvaje o el lirismo elegíaco de Pat Garret & Billy The Kid. Es un western en presente, donde ya no hay espacio para la poesía así que Bennie termina en off, bajo una lluvia de balas y la última imagen de la película es la de un cañón humeante que dispara directamente sobre los espectadores. La imagen congelada y un nombre “Directed by Sam Peckinpah”

Warren Oates se parece a Sam Peckinpah en esta película como dos gotas de agua. Una versión sublime y terrible al tiempo. La película actúa, así, de autobiografía disfrazada tras ese aspecto de pulp brutto. Al tiempo, Oates es un Humphrey Bogart infernal que da tumbos con su traje blanco, sus gafas oscuras y su borrachera continua. Es el héroe adusto de otros tiempos atrapado en estos tiempos. Los 70 no perdonan. Ya no hay en ellos lugar para nada hermoso. Peckinpah tira el estilo por la ventana de una patada. Lo estilizado, la modernidad entrecortada de La huida o Perros de Paja, el entusiasmo de Grupo Salvaje o lo sentimental de Pat Garret & Billy the Kid ya no tiene espacio en un mundo que no merece la pena. La forma, entonces, se pliega hacia lo esencial, se elimina lo superfluo a favor de una honestidad suicida. Peckinpah dirige y monta Quiero la cabeza de Alfredo García como si ya le hubiesen dado la extremaunción. Ungido, ya solo le queda esto por hacer. El resultado, no podía ser de otro modo, es tosco, áspero, primitivo, fundamental. El paisaje y sus protagonistas, lo que tocan, lo que manejan, lo que sienten, todo parece sucio, gastado, barato, embrutecido.

Por eso esa escena bajo el árbol entre Isela Vega y Warren Oates es tan importante, por eso es una de las mejores, sino la mejor, que jamás rodó Peckinpah. No hay donde esconderse en esa escena, no hay artificio. La cámara mira de frente y les desnuda hasta los huesos y te cala hasta los huesos. No es la violencia el cine de Sam Peckinpah, es la crudeza.

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